Cuando por fin se separaron, Gueparda se alejó por el corredor de robles y Titus se adentró en el bosque. Y entonces, los tres vagabundos, Grieta-Campana, Tirachina y Congrejo se levantaron y lo siguieron. En esos momentos, no estaban a más de doce metros de su presa.
No era tarea fácil seguirle los pasos a Titus, porque los libros de Congrejo pesaban mucho.
Mientras se deslizaban entre las sombras, un sonido les hizo detenerse. Al principio los tres vagabundos no fueron capaces de situarlo; miraron a su alrededor. A veces el sonido venía de aquí, otras, de allá. No era un sonido que pudieran entender, aunque los tres estaban versados en la vida del bosque y podían descifrar un centenar de sonidos, desde el roce de unas ramas a la voz de la musaraña.
Y entonces, de pronto, las tres cabezas se volvieron simultáneamente en la misma dirección, hacia Titus, y se dieron cuenta de que andaba musitando para sus adentros.
Los tres se acuclillaron y lo vieron rodeado por una cordillera de hojas. Deambulaba con apatía en la penumbra y, mientras miraban, vieron que apoyaba la cabeza contra el duro tronco de un árbol. Y que susurraba algo con apasionamiento, y entonces levantó la voz y gritó a los cuatro vientos…
—¡Oh, traidor! ¡Traidor! ¿Qué significa todo esto? ¿Dónde podré encontrarme a mí mismo? ¿Dónde está el camino a casa? ¿Qué gentes son éstas? ¿Qué significado tienen estos sucesos? ¿Quién es esa Gueparda, o Trampamorro? Este no es mi sitio. Lo único que quiero es aspirar el olor de mi hogar, sentir el aliento del castillo en mis pulmones. ¡Dadme alguna prueba de mi existencia! ¡La muerte de Pirañavelo! Las ortigas, los corredores. Dadme a mi madre. Dadme la tumba de mi hermana. El nido, devolvedme mis secretos… porque estoy en tierra extraña. Oh, devolvedme el reino de mi cabeza.