Los tres huidos del Subrío se fundieron con los bosques y Titus quedó solo, o eso creía. Rompió en pedazos cada vez más pequeños una pequeña rama que llevaba en las manos y luego se dio la vuelta y redirigió sus pasos hacia la hija del científico. Fue entonces cuando la vio.
Unos minutos antes, Gueparda se había apeado del coche, tras lo cual su padre había dado la vuelta y se había alejado silenciosamente. De modo que Titus y Gueparda se acercaban el uno al otro con cada paso que daban.
Cualquiera que estuviera a medio camino entre las dos figuras, al volver la cabeza a un lado y a otro hubiera visto lo parecido que era el trasfondo que los dos tenían a la espalda; porque la avenida flanqueada de árboles estaba salpicada de oro y verde, así como Gueparda y Titus, y parecía que ambos flotaran bajo los rayos oblicuos del sol.
Su pasado, que les hacía ser quienes eran y no otra cosa, avanzaba junto con ellos, añadiendo a cada pisada un nuevo afloramiento. Dos figuras. Dos criaturas. Dos humanos. Dos mundos de soledad. Hasta ese momento sus vidas contrastaban, y lo que aún era amorfo se convirtió en una pesada roca en sus pechos.
Y sin embargo, mientras avanzaba por la avenida, en Gueparda no parecía haber apasionamiento, ni se veía el hielo de su corazón, y Titus no pudo por menos de maravillarse por la forma en que se movía, inevitable, suave, cual fantasma.
No era más que un jirón, esbelta como una pestaña, tiesa como un soldado. Pero ¡oh cuánto peligro! Llenar el barro que la formaba con algo que salta más alto y arroja su sombra salvaje y vacilante más lejos de lo que permite la sabiduría innata de la sangre. ¡Cuán peligroso, cuán desesperado y explosivo para tan pequeño recipiente!
En cuanto a Titus, ella no le quitaba ojo de encima. Estaba todo allí: los andares arrogantes y algo desgarbados, su forma de apartarse el pelo indescriptible de los ojos; su mal carácter, implícito en la inclinación de sus hombros, y ese aire de distanciamiento que había hecho tropezar a tantas jóvenes en el pasado, jóvenes a quienes no gustaba el hecho de que se abstrajera en los momentos más extraños. Aquello era lo más irritante. No podía obligarse a sentir nada o a amar. Su amor siempre estaba en otro sitio. Su pensamiento era caprichoso. Sólo su cuerpo era indiscriminado.
Detrás de él, dondequiera que estuviera o durmiera, estaban las legiones de Gormenghast… fila a encapotada fila, con los búhos ululando bajo la lluvia, y el tañido de campanas herrumbrosas.