—¿Es éste el joven? —preguntó el padre de Gueparda, apenas un alfeñique.
—Sí, padre, lo es.
La voz del hombre sonaba completamente vacía. Su presencia era una especie de sustracción. Él mismo, un ser indescriptible, hasta el punto de resultar embarazoso. Sólo su cráneo era positivo… como un montecillo de color manteca.
Sus facciones, si se describían por partes, quedaban en nada. Resultaba difícil creer que la suya era la misma sangre que corría por las venas de Gueparda. Y sin embargo había algo… una emanación que vinculaba a padre e hija. Una especie de atmósfera que les pertenecía sólo a ellos dos; aunque las facciones no formaran parte de ella. Porque él no era nada: meramente una criatura de intelecto solitario, ajena al hecho de que, desde el punto de vista humano, era una especie de vacío, a pesar de que había genialidad en el interior de su cráneo. Él sólo pensaba en su fábrica.
Gueparda, siguiendo la mirada de su padre, vio a Titus claramente.
—Para el coche —dijo con una voz lacónica como la de una gaviota.
El padre apretó un botón y el coche se detuvo con un suspiro.
Titus se encontraba en el extremo más alejado del camino, hablando aparentemente consigo mismo, pero cuando padre e hija estaban a punto de concluir que había perdido el juicio, tres mendigos salieron de la distante maraña de hojas y se pusieron a su lado.
Al parecer, este grupo de cuatro no había oído ni había visto acercarse el coche.
El extenso sendero estaba moteado por la suave luz del otoño.
—Le hemos estado siguiendo —confesó Grieta-Campana—. ¡Ja ja ja! Se podría decir que íbamos pisándole los talones.
—¿Siguiéndome? ¿Para qué? Ni siquiera los conozco —dijo Titus.
—¿No se acuerda usted, joven? —inquirió Congrejo—. El Subrío. Cuando Trampamorro le salvó.
—Sí, sí —dijo Titus—. Pero no los recuerdo a ustedes. Había miles de personas… y además… ¿lo han visto?
—¿A Trampamorro?
—Sí, a Trampamorro.
—No —dijo Tirachina.
Hubo una pausa.
—Mi querido joven… —dijo Grieta-Campana.
—¿Sí?
—Qué elegante está. Yo antes también lo era. La última vez que le vimos era usted un mendigo. Como nosotros. ¡Ja ja ja! Un sucio mendigo. Pero mírese ahora. O la la!
—Cállese —dijo Titus.
Los miró a los tres con detenimiento. Tres fracasados. Pomposos como sólo los fracasados pueden serlo.
—¿Qué quieren de mí? No tengo nada que darles.
—Lo tiene usted todo —repuso Congrejo—. Por eso le seguimos. Sois diferente, mi señor.
—¿Quién me ha llamado así? —susurró Titus—. ¿Cómo lo habéis sabido?
—Pero si todo el mundo lo sabe —exclamó Grieta-Campana con una voz que llegó hasta donde Gueparda y su padre esperaban, observando la escena.
—¿Cómo han sabido dónde encontrarme?
—Hemos pegado nuestras orejas al suelo y hemos tenido los ojos bien abiertos, y también hemos hecho uso del ingenio que Dios nos ha dado.
—Después de todo, le han estado vigilando. No es ningún desconocido.
—¡Desconocido! —exclamó Grieta-Campana—. ¡Ja ja ja! ¡Ésa sí que es buena!
—¿Qué hay en el saco? —preguntó Titus dándoles la espalda.
—La obra de mi vida —dijo Congrejo—. Libros, montones de libros, aunque son todos el mismo. —Alzó la cabeza con orgullo y la meneó—. Éstos son mis «recordatorios». Son mi vida. Por favor, coged uno, milord. Llevad uno con vos a Gormenghast. Mirad. Yo os lo saco.
Congrejo, apartando a Tirachina de la silla de ruedas, desgarró el saco e, introduciendo el brazo por su garganta, extrajo un ejemplar de la oscuridad. Dio un paso hacia Titus y le ofreció el enigmático volumen.
—¿De qué trata? —preguntó Titus.
—De todo. De todo lo que sé sobre la vida y la muerte.
—No soy muy aficionado a la lectura.
—No hay prisa —dijo Congrejo—. Leedlo a vuestro ritmo.
—Muchas gracias —dijo Titus. Pasó unas páginas—. Veo que también hay poemas, ¿no es cierto?
—Entreverados —dijo Congrejo—. Es bien cierto; hay poemas entreverados. ¿Puedo leeros uno… milord?
—Bueno…
—Ah, sí, eso es… humm… humm. Un pensamiento… sólo un fugaz pensamiento. ¿Dónde estamos? ¿Estáis listo, señor?
—¿Es muy largo? —preguntó Titus.
—Es muy corto —dijo Congrejo cerrando los ojos—. Dice así…
¿Cómo vuelan las aves de los cielos sino con sus alas? ¿Cómo andan los venados, reyes enormes y peludos, sino con sus patas? ¿Cómo se impulsan los peces en los acuosos confines donde moran las sirenas si no es con sus colas? ¿Cómo brota la planta si no es con la raíz, sin la que no podría sobrevivir?
Congrejo abrió los ojos.
—¿Entendéis su significado?
—¿Cómo se llama usted? —dijo Titus.
—Congrejo.
—¿Y sus amigos?
—Grieta-Campana y Tirachina.
—¿Han huido del Subrío?
—Sí.
—¿Y me han estado buscando?
—Sí.
—¿Por qué motivo?
—Porque nos necesita. Veréis… nosotros creemos que es usted quien dice ser.
—¿Y quién digo que soy?
Los tres dieron un paso al frente a la vez, alzaron sus rostros ajados hacia las hojas de los árboles y luego dijeron al unísono:
—Sois Titus, septuagésimo séptimo conde de Groan y señor de Gormenghast. Dios nos ampare.
—Somos vuestros guardaespaldas —dijo Tirachina, con una voz tan débil y fatua que por sí solo el tono desmentía cualquier seguridad que las palabras quisieran transmitir.
—No necesito guardaespaldas —dijo Titus—. Pero gracias de todos modos.
—Yo solía decir lo mismo cuando era joven —dijo Tirachina—. Pensaba igual que vos… que estar solo era lo más importante. Eso fue antes de que me enviaran a las minas de sal… desde entonces yo…
—Discúlpenme, pero no puedo quedarme más tiempo. Aprecio la actitud desinteresada que han demostrado al buscarme y su deseo de protegerme… pero no. Soy o me estoy convirtiendo en uno de esos reprobables egoístas que siempre muerden la mano que les da de comer.
—Aun así, os seguiremos —dijo Grieta-Campana—. Si lo preferís, estaremos fuera de la vista. No albergamos ninguna pretensión. Y no es fácil disuadirnos.
—Y habrá otros —añadió Tirachina—. Hombres de natural melancólico y jóvenes románticos. Con el tiempo, tendréis un ejército, milord. Un ejército invisible. Siempre atento a la señal.
—¿Qué señal?
—Ésta, por supuesto —exclamó Grieta-Campana, frunciendo los labios y emitiendo una llamada estridente como la del zarapito—. La señal de alarma. ¡Ja ja ja ja! Oh, no. No debéis temer nada. Vuestro ejército invisible estará con vos, por todas partes, pero fuera de vuestra vista.
—¡Déjenme en paz! —exclamó Titus—. ¡Márchense! Se están ustedes excediendo. Sólo hay una cosa que pueden hacer por mí.
Durante un rato los tres miraron a Titus con expresión taciturna. Luego Congrejo dijo:
—¿Qué podemos hacer?
—Recorrer el mundo en busca de Trampamorro. Traerme noticias de él, o traerlo a él en persona. Pero, por favor, ahora ¡MÁRCHENSE, MÁRCHENSE, MÁRCHENSE!