OCHENTA

No hace tantos años, ella gritó: «¡Oh, cómo os odio a todos!». Los ancianos menearon la cabeza. «¿Qué quiere decir? —preguntaron—. ¿Es que no tiene todo lo que puede comprarse con dinero? ¿Acaso no es la hija del científico?».

Pero Gueparda estaba inquieta. Que si le gustaba esto. Que si le gustaba lo otro. No. ¿Aceptaría los tapices de los Greeziorthspi? Sí, los aceptaría.

Los compraron para ella, despojando así a un pequeño país de su único tesoro.

Y ahora colgaban en la gran habitación diseñada para albergarlos, más hermosos que nunca, consumiéndose en rosas y dorados polvorientos, sin nadie que los admirara, porque Gueparda había abandonado lo que en otro tiempo fue su alegría.

Habían muerto para ella; o ella para ellos. Los unicornios saltaban sin ser vistos. Los riscos que se sonrojaban bajo los rayos de sol ya no significaban nada. Las peligrosas olas ya no eran tales.

El suelo de pelo de camello; las paredes tapizadas; el tocador. Estaba tallado a partir de una pieza entera de granito. Sobre su superficie, como siempre, descansaban sus cosas en perfecto orden.

La superficie de granito negro era inmaculadamente suave, y sin embargo era irregular al tacto, pues parecía oscilar bajo la palma de la mano, y los reflejos de los diferentes objetos que había en ella eran tan marcados como los objetos mismos, pero vacilaban. A pesar de la multiplicidad de su tocador, aquellos artículos coloridos sólo ocupaban una pequeña fracción de la superficie. A derecha e izquierda, el granito se extendía en ondulaciones adamantinas y suntuosas.

Pero Gueparda, inmóvil en el asiento de pelo de camello de su silla, hoy no estaba de humor para pasar las manos por encima y sentir aquel placer silencioso y sensual. Algo había pasado. Algo que no le había ocurrido nunca antes. Por primera vez era consciente de que no era necesaria. Titus Groan había descubierto que podía vivir sin ella.

Bajo la rigidez de su columna menuda, esbelta y marcial, se retorcía una serpiente. Bajo la indiferencia de sus ojos aparentemente muertos había todo un mundo de horror febril, porque ahora sabía que lo odiaba. Odiaba su independencia. Odiaba una cualidad que él tenía y a ella le faltaba. Levantó sus ojos vidriosos al cielo, más allá del espejo. Estaba cuajado de pequeñas nubes y su mirada se despejó por fin, sus párpados se cerraron.

Sus pensamientos empezaron a mudar como escamas, hasta que no quedó más que un absoluto vacío en su mente, una nada necesaria, pues la intensidad de sus oscuros pensamientos era terrible y no podía mantenerla para siempre si no quería caer en la locura.

Del otro lado del espejo, cortando el cielo, estaba el orgullo de su padre, la más reciente de sus fábricas. Un penacho de humo salía por una de las chimeneas formando espirales.

Sus objetos de tocador, tan rígidos como ella en su agonía, estaban en orden de batalla, en una disposición excéntrica; artículos de belleza, coloridos como el arco iris, brillantes como acero o cera; frascos para los ungüentos tallados en alabastro; el kohol; el nardo.

La fragancia de los tarros de ónice y pórfido; el nardo aromático y esquivo… aceites de oliva, almendra y sésamo. Los perfumes en polvo, machacados sólo para ella; rosa, almendra, membrillo. Los carmines, las especias. Los lápices de ojos, y la raya colorida; rímel y borla para colorete. Las pinzas para las cejas y los rizadores de pestañas. Los algodones, las toallitas y varias pequeñas esponjas. Cada uno en su sitio ante el espejo perfecto.

Y entonces se oyó algo. Al principio era tan leve que era imposible adivinar qué estaba diciendo, o si realmente se trataba de su voz. De no ser porque estaba sola en la habitación, nadie hubiera creído que aquel sonido procedía de unos labios tan bellos. Pero el sonido era cada vez más fuerte, hasta que Gueparda golpeó con sus minúsculos puños el tocador de granito y gritó:

—¡Bestia, bestia, bestia! ¡Vuelve a tu sucia madriguera! ¡Vuelve a tu Gormenghast! —Y, poniéndose en pie, barrió con el brazo la superficie del tocador y arrojó al suelo todo lo que antes estaba tan hermosamente colocado, haciendo que se rompiera y se echara a perder sobre el pelo blanco de camello de la moqueta y el rojo crepuscular de los tapices.