SETENTA Y OCHO

Sucedió así que los tres avanzaron en fila por el paisaje blanco y no vieron ni rastro de criatura viva alguna. Congrejo iba sentado en su silla de ruedas de respaldo recto; con su saco de libros idénticos en el regazo. Tirachina, su sirviente, empujaba a su señor laboriosamente por angostos desfiladeros, frías crestas, desiertos de esquisto. En cuanto a Grieta-Campana, hacía ya rato que había renunciado a silbar, y reservaba su aliento para la poco agradecida tarea de cargar con una vieja cocina, algunos utensilios para acampar y un pavo robado. Trastabillando en la retaguardia de esa caravana de tres, sin otra cosa que la fría noche por delante, debido a su naturaleza, Grieta-Campana no podía evitar la sonrisa irritante que se había instalado en las regiones más meridionales de su rostro, ni el brillo demencial de sus ojos vacíos. «La vida es bella —parecía decir—. La vida es tan bella…».

De no ser porque ocupaba la posición de retaguardia, es bien posible que sus fatuos gestos faciales hubieran enloquecido a sus dos compañeros. Pero el caso es que avanzaba con dificultad sin ser visto.