SETENTA Y SIETE

Se oyó un sonido, y sus cabezas se volvieron a la par hacia el flanco oeste de la colina desnuda.

En el crepúsculo acechaban los devoradores de entrañas; los que tienen el cerebro en su estómago, ansiosos por encontrar carroña. Los chacales y los zorros. ¿Qué buscan cuando escarban? El arañar de sus garras continúa. Sus ojos miran como gelatina. Las orejas parecen afiladas como espadas de una baraja. ¡Eh, carroñeros! La luna tiene náuseas.

Mientras Tirachina, Grieta-Campana y Congrejo se encogían temblorosos —pues al principio aquel sonido tan extrañamente inquietante hubiera podido ser cualquier cosa—, un nuevo sonido les hizo volver la cabeza, esta vez al cielo.

Desde el espacio ciego, terrible y sin sol, como mosquitos coloridos que emergían de la noche, un escuadrón de agujas verde lima apareció velozmente dirigiéndose hacia la tierra.

Los chacales levantaron sus morros despreciables, y Tirachina, Congrejo y Grieta-Campana hicieron lo propio con los suyos.

No hubo tiempo para miedos o interpretaciones. Aquellas agujas voladoras desaparecieron casi tan pronto como habían aparecido. Pero, a pesar de la velocidad con que viajaban, había algo más. Parecía que buscaban a alguien.

Los chacales y los zorros siguieron con su carroña en el otro lado de la colina desnuda y por eso no pudieron ver las dos figuras con yelmos recortadas contra el cielo como estatuas, idénticas hasta en el más pequeño detalle.

Llevaban una especie de armadura, y sin embargo se movían con absoluta libertad. Cuando uno de ellos dio un paso al frente, el otro dio un paso similar. Cuando uno de ellos protegió sus ojos inmensos y huecos de la luna con la palma de su mano, su compañero hizo otro tanto.

¿Acaso estaban dirigiendo aquellos dardos aéreos y silenciosos? No lo parecía, pues sus cabezas estaban ligeramente inclinadas.

Colgadas de las columnas de sus cuellos llevaban unas minúsculas cajitas sujetas con hilo metálico. ¿Qué eran? ¿Es posible que estuvieran recibiendo mensajes de alguna remota región? ¡No! ¡Desde luego que no! No eran la clase de mortales que obedecen a nadie. Su silencio mismo era hostil y orgulloso.

Sólo en una ocasión volvieron su mirada hacia los tres vagabundos, y en aquella doble mirada había tantísimo desprecio que Congrejo y sus temblorosos compañeros sintieron un golpe helado contra sus cuerpos. No era a ellos a quien buscaban las figuras tocadas con yelmos.

Luego se oyó un gruñido, cuando los dientes de uno de los chacales se clavaron en los intestinos de alguna bestia muerta, y al oírlo aquel par tan alto giró sobre sus talones y se alejó como si flotara. Resultaba mucho más amedrentador que cualquier zancada o paso.

Ahora que se habían ido, los chacales también se fueron, porque ya no quedaba nada que roer en los huesos de la pobre bestia. Como una bóveda, un número incontable de moscas flotaba sobre el esqueleto, como si quisieran formar un sudario o manto para el muerto.

Al cabo, los tres huidos del Subrío treparon a lo alto de la colina y, a la luz de la luna, vieron un paisaje lunar que se extendía en todas direcciones, infinitamente quebradizo. Pero no estaban de humor para tonterías.

—Esta noche no vamos a dormir —anunció Congrejo—. Este sitio no me gusta nada. Me siento los muslos mojados como rodaballos.

Sus dos compañeros estuvieron de acuerdo en que aquél no era buen lugar para dormir, pero, como siempre, recayó sobre Tirachina la tarea de empujar la silla de ruedas arriba y abajo de las pendientes de aquel espantoso terreno, no sólo con Congrejo sentado en ella, sino también con su «recordatorio» de sesenta y un volúmenes.

Grieta-Campana —quien, a pesar del efecto blanqueador de la luna sobre su rostro era por derecho propio blanco como el papel— caminaba algo rezagado y, en un intento por parecer valiente, silbaba una melodía chillona y desafinada.