SETENTA Y SEIS

La noche que escaparon del Subrío y partieron en dirección noreste fue una noche sin luna ni estrellas. Un mes más tarde, pisaban tierra extranjera.

Como habían acordado, se reunieron con Grieta-Campana en una colina pelada. A pesar de su estupidez, él era el único que tenía dinero. No mucho, como no tardaron en descubrir, pero suficiente para uno o dos meses. Este dinero fue transferido al bolsillo de Congrejo, donde, como él dijo, estaría más seguro. Cuando se trataba de dinero, la ambigüedad de Congrejo desaparecía rápidamente.

Grieta-Campana no puso objeciones. No pasaba nada. En otro tiempo fue rico. Ahora era pobre. ¿Qué más daba? Su risa seguía siendo tan chillona y estridente como siempre. Y su sonrisa, igual de fatua. Sus respuestas, igual de rápidas. Comparado con sus dos compañeros, Grieta-Campana era vivaracho como un mono.

—Aquí estamos —exclamó—. Tirados en algún lugar. No me preguntéis dónde, pero en algún sitio. ¡Ja ja ja!. —Su risa quebradiza descendió por la colina en fragmentos rotos.

—Señor Congrejo —dijo Tirachina.

—¿Sí? —dijo Congrejo levantando una ceja—. ¿Qué quiere esta vez? Que paremos a descansar, supongo.

—Hemos recorrido hoy un terreno extenso y difícil. Y estoy cansado. Ciertamente. Me recuerda…

—Los años que pasó en las minas de sal. Sí, sí. Ya lo sabemos. ¿Le importaría ser un poco más cuidadoso con mis libros? Trata ese saco como si estuviera lleno de patatas.

—Si me permite decir unas palabras… —gorjeó Grieta-Campana— yo lo diría así…

—Desate mis libros, todos, y límpielos con un paño seco. Luego los contará.

—Cuando estaba en las minas, como usted sabe, tenía mucho tiempo para pensar… —dijo Tirachina, obedeciendo a Congrejo mecánicamente.

—¡Vaya! ¿Y lo hacía? Y ¿en qué pensaba? ¿Mujeres? ¡Mujeres! ¡Ja ja ja!. ¡Mujeres!. ¡Ja ja ja ja!.

—Oh, no. Desde luego que no. No sé nada de mujeres —repuso Tirachina.

—¿Ha oído eso, Congrejo? Qué declaración tan extraordinaria. Es como decir: «No sé nada de la luna».

—Bueno ¿y qué sabe usted de la luna? —preguntó Congrejo.

—Tanto como de usted, mi querido amigo. La luna es árida. Como usted. Pero ¿qué importa eso? Estamos vivos. Somos libres. Al diablo con la luna. De todos modos, es una cobarde. ¡Sólo sale de noche! ¡Ja ja ja ja!

—La luna sale en mi libro —dijo Congrejo—. No recuerdo exactamente dónde… pero sale mucho. Hablo, o más bien diserto, sobre el cambio que ha sobrevenido a la luna. Desde que Molusco la rodeó, se ha convertido en algo muy distinto. Ha perdido su misterio. ¿Me escucha usted, Tirachina?

—Sí y no. En realidad estaba pensando dónde vamos a acampar. En las minas era distinto. No había…

—Olvídese de las minas —lo atajó Congrejo—. Cuidado con ese codo, no lo vaya a clavar en mi manuscrito. Oh, amigos míos, ¿es que no significa nada que hayamos escapado de ese lugar pernicioso? ¿Que los tres estemos juntos como habíamos planeado? ¿Que estemos aquí tranquilamente, en el lado de sotavento de una colina desnuda?

—Pero incluso aquí no puede uno evitar recordar ese brutal enfrentamiento. Me altera muchísimo —confesó Tirachina.

—Oh, señor. Una buena pelea. Huesos, músculos, tendones, órganos de toda clase esturreados por aquí y por allá. Pero ¿qué importa eso ahora? Hace una noche hermosa. Hay dos estrellas. Tenemos toda la vida por delante… o al menos una parte. ¡Ja ja ja!

—Sí, sí, sí. Ya lo sé, Grieta-Campana, pero no puedo evitar preguntarme…

—¿Preguntarse?

—Sí. Ese joven… No me lo puedo quitar de la cabeza.

—Yo no pude verlo bien. Estaba algo abajo. Pero, por lo que vi, y por lo que sé de la vida, puedo decir que tenía un buen trasero.

—¡Un buen trasero! ¡Ja ja ja ja ja! ¡Ésa ha sido buena!

—¡Buena! Idiota. ¿Te crees que llevo toda la vida en el Subrío? En otro tiempo trabajé como ayuda de cámara.

Tirachina se puso en pie.

—Empieza a caer el rocío. Encenderé un fuego. En cuanto al joven, daría muchas cosas por verlo.

—Evidentemente —concedió Congrejo—. Tenía un algo. Pero ¿por qué íbamos a querer…?

—¿Verlo? —exclamó Grieta-Campana—. ¿Por qué íbamos a querer verlo? Oh, Señor. Él y su amigo el cocodrilo. Señor. Imposible encontrar mejor materia para las conjeturas.

—Eso dejádmelo a mí —dijo Congrejo—. Mi cabeza es como una brújula y mi nariz, como el olfato de un sabueso. Usted, mi querido Tirachina, ocúpese de los campamentos y del cuidado de mis libros… Grieta-Campana, usted se encargará de robar y retorcer el pescuezo de las gallinas. Oh, Señor, con qué rapidez y elegancia se mueve usted cuando la luna se recrea sobre las granjas y los patios están en negro y plata. Con qué rapidez y claridad acecha al ganado. Si alguna vez alcanzamos a ese joven, tomaremos pavo y vino.

—Yo no bebo —aclaró Tirachina.

—¡Chis!

—¿Qué pasa?

—¿No ha oído esa risa?

—Chis… chis…