La violenta muerte de Sudario en el Subrío fue motivo de grandes especulaciones y asombro, no durante uno o dos días, sino durante meses. ¿Quién era el joven que había huido tan milagrosamente? ¿Quién era el ágil desconocido que lo había salvado? Sin duda algunos habían visto a Trampamorro en alguna ocasión en la última década, pero incluso para éstos era como un fantasma, no alguien real, y las historias que se contaban sobre él eran poco menos que leyendas.
Hay quien recordaba a Trampamorro al huir, cuando las puertas que chorreaban se abrían para él con un suspiro tan grande como el que jamás haya podido oírse en el sueño de un melancólico.
Allí, hacía largo tiempo, en su inmenso escondite, pasaba horas cantando, hasta que las campanas se rendían, o pasaba horas sentado, cavilando, como un monarca, cubierto de zarzas, o manchado de tierra, según la región por la que había estado acechando. Y hubo una ocasión, un día inolvidable, en que se le vio vestido inmaculadamente de la cabeza a los pies, caminando por un corredor que parecía interminable, con un sombrero de copa y un bastón en la mano —que no dejaba de girar como un malabarista— y un aire de indescriptible dignidad.
Pero en general se lo conocía por la vergonzosa negligencia de su atuendo.
Y sin embargo, nunca vivió allí, con los otros. Para él, el Subrío era un refugio, nada más. De modo que era un misterio para sus habitantes, del mismo modo que lo era para los sofisticados personajes que habitaban en las grandes mansiones sitas en las márgenes del río.
Pero ¿adónde habían ido aquellos dos, el feroz y autosuficiente Trampamorro y el joven al que salvó? ¿Cómo podían saberlo aquellos rebeldes autorrecluidos; aquellos ladrones y refugiados? Y sin embargo, no hacían más que hablar de la huida, de dónde podían estar. No hacían más que especular, y aunque eso no los llevaba a ninguna parte, casi les daba una razón para vivir. A todos excepto a tres. Tres individuos de lo más inverosímiles. Parece ser que, cada uno a su manera, había despertado por el horror de aquel incidente espantoso. Se habían sentido sobresaltados, aunque ya no lo estaban. Lo único que querían era escapar del vacío atestado de aquel lugar, a cualquier precio.
Aparentemente eran apocados, y sin embargo estaban deseando abandonar aquella morgue saturada, inactivos, y sin embargo estaban dispuestos a arriesgarse. Porque la policía los buscaba a los tres.
Congrejo, con su rostro pálido y estreñido y ese aire de mártir. Egocéntrico, si no hasta el punto de ser un megalómano, casi. ¿Y qué hay del hecho de que lo llevaran en la cama? ¿Y del pesado «recordatorio» de volúmenes idénticos que habían servido para levantar su almohada y habían rodeado su cama durante tantos años?
Su cama, gracias a su amigo Tirachina y uno o dos más, había sido trocada por una silla de ruedas. En el respaldo de ésta había un saco colgado. Lo habían llenado de libros, y pesaba lo suyo. El pobre Tirachina, cuya misión era empujar de un distrito a otro la silla, con Congrejo, los libros y todo lo demás, no disfrutaba especialmente de aquella ocupación. No sólo tenía la más baja opinión sobre la literatura en general, sino que sentía un especial desagrado por aquel libro en particular, repetido tantas veces, convertido cada ejemplar en un gran peso para el corazón.
Pero aunque era un libro grande y pesado, aunque Congrejo se había zafado de aquel gran peso, y aunque estaba repetido montones de veces, a Tirachina jamás se le hubiera ocurrido rebelarse o exigir sus derechos. Porque sabía que sin Congrejo estaría perdido.
En cuanto al propio Congrejo, estaba tan absorto en sus especulaciones que no se le ocurrió en ningún momento que Tirachina pudiera estar sufriendo.
Sin duda de vez en cuando oía algunos gemidos, pero para lo que le interesaba, bien podría haber sido el roce de unas ramas.