SETENTA

Días atrás, un sirviente lo había encontrado durmiendo en un cobertizo, cuando hacía la ronda a medianoche. Sus ropas estaban empapadas, temblaba y balbuceaba. El sirviente, asombrado, se fue en busca de su amo, pero Gueparda, que en ese momento iba a acostarse, lo vio y le preguntó por qué corría. El sirviente le habló a la señorita Gueparda del intruso y fueron juntos al cobertizo. Sí, desde luego, allí estaba, acurrucado y tembloroso.

Durante un buen rato, ella no hizo nada aparte de observar el perfil del desconocido. En su conjunto, era un rostro joven, incluso infantil, pero había algo en él que no era fácil entender. Aquel rostro había visto muchas cosas. Era como si le hubieran arrancado la gasa de la juventud, dejando al descubierto algo más rudo, más próximo al hueso. Parecía como si una sombra le pasara por el rostro; una emanación de todo lo que había sido. En resumen, aquel rostro tenía la sustancia de la que estaba hecha su vida. No tenía nada que ver con las mejillas hundidas, o los minúsculos jeroglíficos que rodeaban sus ojos; era como si en el rostro llevara grabada su vida…

Pero también había otra cosa. Gueparda había sentido una atracción instantánea.

—No digas nada de esto —le había dicho al sirviente—, ¿lo entiendes? Nada. A menos que quieras que te despida.

—Sí, señorita.

—¿Puedes levantarlo?

—Creo que sí, señorita.

—Inténtalo.

Con dificultad, el sirviente había cogido a Titus en brazos y se dirigieron a la habitación verde del extremo del ala este. Allí, en aquel remoto rincón de la casa, lo acostaron.

—Eso es todo —dijo la chica.