Entretanto, Titus, cuyos viajes en busca de su hogar y de sí mismo le habían llevado a diferentes climas, estaba en aquel momento descansando en una casa fresca y gris, en la quietud de cuyas paredes protectoras yacía con fiebre.
Su rostro, vivido y animado a pesar de su quietud, estaba medio hundido en la almohada blanca. Los ojos, cerrados; las mejillas, enrojecidas; la frente, caliente y húmeda. Se hallaba en una habitación alta, verde, oscura y silenciosa. Las persianas estaban bajadas y era como yacer en un mundo bajo el agua.
Fuera se extendía un gran parque, en cuyo extremo sureste, a pesar de la distancia, un lago hería el ojo con el desbocado destello de sus aguas. En la orilla opuesta, casi en el horizonte, había una fábrica. Su silueta, obra maestra del diseño, se adueñaba del cielo en un arco de cien grados. De todo esto Titus no sabía nada, porque su habitación era su mundo.
Ni sabía tampoco que, sentada a los pies de la cama, con las cejas levantadas, estaba la hija del científico.
Para Titus fue bueno que no pudiera verla entre la bruma encendida de la fiebre. Pues la suya era una presencia que no se olvida fácilmente. Tenía un cuerpo exquisito. Un rostro indescriptiblemente curioso. Era moderna. La suya era una nueva clase de belleza. En su rostro todo era perfecto por sí mismo, pero —desde el punto de vista de lo que se considera normal— estaba curiosamente mal colocado. Los ojos eran grandes y de un gris tempestuoso, pero se encontraban a un pensamiento de más de distancia; aunque no tanto como para que no se los reconociera al instante. Los pómulos estaban tensos, bellamente esculpidos, y la nariz, aun siendo recta, a veces daba la impresión de ser respingona, y otras, aguileña. En cuanto a los labios, eran como una criatura adormecida, algo que podía cambiar de color como un camaleón —si no a voluntad, sí al menos de un momento para otro—. Hoy, su boca era del color de una lila, muy clara. Cuando hablaba, los pálidos labios dejaban al descubierto los dientes pequeños y permitían que una o dos palabras salieran como pétalos que el viento lleva ociosamente. La barbilla era redondeada, como el extremo más pequeño de un huevo de gallina, y de perfil parecía deliciosamente pequeña y vulnerable. La cabeza quedaba en equilibrio sobre el cuello, que se alzaba sobre los hombros como en un número de funambulismo, y la abigarrada diversidad de sus facciones, incongruentes en sí mismas, convergía y se fundía dando lugar a un rostro irresistible.
De mucho más abajo llegaban gritos y respuestas a estos gritos, pues la casa estaba llena de invitados.
—Gueparda —gritaban—, ¿dónde estás? Vamos a salir a montar.
—¡Pues id! —decía ella entre sus bonitos dientes.
Grandes hombres rubios estaban asomados a las barandillas, dos pisos más abajo.
—Vamos, Gueparda —gritaban—. Tu poni está listo.
—Por mí ya le podéis pegar un tiro a esa bestia —musitó ella.
Por un momento volvió la cabeza y, con esta orientación de sus facciones, provocó una nueva relación entre ellas… una nueva belleza.
—Dejadla en paz —exclamaron las muchachas, que sabían que con Gueparda no habría diversión para ellas—. No quiere venir… nos lo ha dicho —dijeron a gritos.
Y no quería. Ella estaba sentada muy erguida, con los ojos clavados en el joven.