De modo que Juno volvió a casa, y era cierto que se había convertido en un lugar de ecos, sombras y voces; momentos de silencio y suspense; momentos de sufrimiento impreciso y risas menguantes en que la escalera giraba y desaparecía de la vista; momentos de intensa nostalgia en los que sin darse cuenta permanecía ante una ventana en una bruma de estrellas; o de una dulzura difícil de soportar, cuando la sombra de Titus se interponía entre ella y el sol que se elevaba sobre la lluvia.
Y una tarde silenciosa, mientras estaba tendida en la cama, las manos detrás de la cabeza, los ojos cerrados y sus pensamientos sucediéndose unos a otros en una triste cabalgata, a ciento sesenta kilómetros de allí, Trampamorro se hallaba sentado a una mesa coja de tres patas, bajo otro rayo del mismo sol cálido y envolvente.
A izquierda y derecha se extendía una calle desordenada. ¿Calle? Era más bien un camino, porque, en consonancia con todo cuanto quedaba dentro del campo de visión de Trampamorro, estaba a medio hacer, y abandonada. Había proyectos olvidados por todas partes. Si nunca llega a terminarse, nunca estará condenado. Este pueblucho que hubiera podido ser una ciudad diez veces mayor. Nunca tuvo pasado, ni tendría futuro. Pero estaba lleno de sucesos. El momento pasajero florecía febril en un extremo, y el otro estaba saturado de sueño. Repicaban campanas y en seguida callaban.
Niños y perros se acuclillaban hundidos en polvo blanco. Para los niños de aquel lugar, las elaboradas trincheras que en otro tiempo fueron los cimientos de proyectos de teatros, mercados o iglesias se habían convertido en campos de batalla que superaban los sueños de cualquier crío.
El día parecía adormecido. Era un día de somnolencia tácita. Trabajar en un día como aquél hubiera sido un insulto al sol.
Las mesas de café trazaban una curva que se extendía hacia el norte y hacia el sur, formando una línea de perspectiva tan raquítica como pueda imaginarse, y a estas mesas había grupos de diverso rostro, constitución y gesto. Pero había un común denominador que unía a todas esas personas. En toda aquella extensa compañía no había ni una sola que no tuviera cara de acabar de levantarse de la cama.
Algunos llevaban zapatos pero no camisa; otros iban descalzos pero llevaban sombreros de infinita variedad en todo tipo de ángulos. Tocados anticuados, capas anticuadas, jubones anticuados y vestidos ceñidos a la cintura por cinturones de cuero. En esta compañía Trampamorro se sentía a gusto, y estaba sentado a una mesa bajo un monumento a medio hacer.
Cientos de gorriones cantaban y aleteaban entre el polvo, y los más osados daban saltitos entre las mesas de café, sobre las que las tradicionales tazas sin asa y los platitos destellaban bermejos al sol.
Trampamorro no estaba solo en aquella mesa. Aparte de una docena de gorriones, que espantaba de vez en cuando con el dorso de la mano como si estuviera quitando unas migas, había una multitud de rezagados humanos. Una multitud que se dividía a grandes rasgos en tres grupos. La primera de estas segregaciones rondaba en torno a la persona del propio Trampamorro, pues jamás habían visto a un hombre tan relajado o tan indiferente a sus miradas; un hombre tan despatarrado en su silla y en un estado tan indolente de colapso supremo.
Eran maestros en el arte de no hacer nada y, sin embargo, nunca habían visto algo que pudiera compararse a la forma en que aquel enorme holgazán se conducía. Al parecer, era un símbolo de todo aquello en que creían inconscientemente, y lo observaban como si se tratara de un arquetipo de ellos mismos.
Veían el gran timón de su nariz; la testa arrogante. Pero ignoraban que dentro había un fantasma. El fantasma de Juno. Y por eso su mirada parecía tan distante.
Junto a Trampamorro, como un imán bajo la luz suave y caliente, estaba su coche. La misma bestia recalcitrante de sangre caliente. Como tenía por costumbre, la había atado, porque a veces, sin más ni más, era capaz de saltar un metro en una especie de movimiento reflejo, mientras el agua burbujeaba en sus tripas oxidadas. Ese día su noray era el monumento medio erigido a algún anarquista olvidado. Allí estaba, atada, inquieta. La viva imagen de la irritabilidad.
El tercero de los tres centros de interés estaba en la parte trasera del vehículo, donde el monito de Trampamorro dormía al sol. Nadie por aquellas tierras había visto nunca un simio, y observaban a aquella criatura no sin miedo, especulando con las ideas más disparatadas.
Desde la tragedia, este animal estaba más próximo a Trampamorro que nunca, y se había convertido en un símbolo de todo lo que había perdido. Y no sólo eso, en una amarga región de su mente mantenía doblemente vivo el recuerdo del horripilante holocausto, cuando las jaulas se doblaron y sus pájaros y sus animales gritaron por última vez.
¿Quién hubiera podido imaginar que, detrás de aquella formidable frente, que parecía una torre de ajedrez, había una mezcla tan extraña de recuerdos y pensamientos? Porque, por la forma en que estaba sentado, parecía que no había nada en su cabeza. Y sin embargo, en la penumbra de su cerebro, contenida por el meridiano del cráneo, su Juno deambulaba por el bosquecillo de cedros, Titus avanzaba de noche y dormía de día en su camino a… ¿adónde? Su monito se había dormido hecho un ovillo, con un ojo abierto, y se rascó una oreja. El silencio zumbaba como una abeja en una flor.
Los que miraban al monito, los que miraban el vehículo y los que observaban a Trampamorro desde una corta distancia… todos volvieron su atención a aquel extranjero; porque éste, agarrándose a los lados de la silla de tal forma que a punto estuvo de romperla, se irguió.
Entonces, muy despacio, echó la cabeza atrás, hasta que su rostro quedó mirando al cielo. Pero los ojos, como si quisieran demostrar que no podían ser negados por el ángulo del rostro que los albergaba, miraban hacia abajo, segando como una guadaña con su línea de visión el pálido campo de vello que cubría su pómulo, lo que para un insecto sería como un campo de cebada.
Pero lo que él veía no era la escena que tenía ante él, con todos sus detalles, sino el recuerdo de otros tiempos, no menos vividos, no menos reales.
Flotando en las espirales de su juventud, veía una sucesión de imágenes irrelevantes; tiempos de antes de conocer a Juno, y a otras cien mujeres. Días de extravagancias; días de libertad en los que se escabullía y que pasaba tumbado sobre las altas rocas, o en los claros de los bosques hasta que adquiría su color, con su arrogante nariz apuntando al cielo como un timón. Y, mientras estaba allí sentado, echado precariamente hacia atrás en su silla, rodeado de una horda de mirones harapientos que hubieran sacado de quicio al mismísimo Satán, una vieja voz exclamó:
—¡Entradas para la puesta de sol! ¡Compren, compren, compren! A penique el asiento, señores. Un penique por la vista. —Los graznidos parecían salir a trompicones de la árida garganta del vendedor, una figura diminuta vestida de un indescriptible negro. Su cabeza sobresalía del cuello roto de forma similar a como sale la cabeza de una tortuga del caparazón, desarrugando el cuello, con los ojos como cuentas, o joyas de azabache.