Al principio no había señal de ninguna cabeza, pero al cabo de un rato, un agudo observador habría concentrado su atención en un grupo apiñado de ramas y, oculto entre el entramado de hojas y zarcillos, hubiera acabado por descubrir una línea que sólo podía ser una cosa… el perfil de Juno.
Llevaba largo rato sentada en el cenador, sin apenas moverse. Sus sirvientes la habían llamado, pero ella no los oyó o, si lo hizo, no contestó.
Tres días antes, había escondido a Trampamorro, su antiguo amor, en el ático. Y ahora se había vuelto a marchar. El fantasma que trajo en los brazos fue aseado y acostado, pero murió en el mismo instante en que su cabeza se apoyó en la nívea almohada.
Hubo un funeral; hubo respuestas que dar. Su adorable casa se llenó de funcionarios, incluido Filomargo, el inspector. ¿Dónde estaba Titus?, preguntó. ¿Dónde estaba Trampamorro? Y ella estuvo negando con la cabeza una hora tras otra.
En ese momento estaba sentada en su cenador, inmóvil, con el corazón apesadumbrado. Pensaba en cuando era joven. Recordaba sus tiempos de galanteo. Tiempos en que los jóvenes la deseaban, arriesgaban sus vidas impetuosas por ella, se retaban unos a otros a balancearse entre las altas ramas de los cedros del oscuro bosquecillo cercano a su casa, o a recorrer a nado la bahía cuando el relámpago destellaba sobre ella. Y no tan jóvenes, hombres que la seducían con su ingenio y su dulzura… caballeros entrados en la cuarentena, que ocultaban su amor ante la gente y lo mimaban como una herida o una magulladura para dejarlo resurgir después con mucha más fuerza en la penumbra.
Y los ancianos, para quienes ella era inalcanzable, una quimera, una luz en la marisma que despertaba sus ansias de vivir o algo más raro aún, un caos de poesía, el aroma de una rosa.
Ante ella, entre las hojas de la parra, veía una pendiente cubierta de margaritas que descendía hasta un alto seto de boj, recortado en forma de pavos reales heráldicos contra el cielo. Y éste, al que alzó la mirada en ese momento, estaba cubierto de pequeñas nubes.
Aquel tupido cenador era uno de sus lugares favoritos, y en numerosas ocasiones había hallado consuelo en su retiro.
Pero ese día era diferente, porque empezó a notar una remota sensación de aprisionamiento, aun cuando no fuera consciente de ello.
Ni lo sería jamás, porque su cuerpo, actuando independientemente del cerebro, se levantó y salió del cenador como un barco que deja puerto.
Juno bajó por el prado de margaritas, dejó atrás el seto recortado de boj, se adentró en pastos donde las libélulas quedaban suspendidas en el aire y echaban a volar con rapidez.
Y siguió deambulando, sin reparar apenas en cuanto la rodeaba, hasta que llegó al oscuro bosquecillo de cedros. No se había dado cuenta de que se acercaba, pues sus ojos no veían prácticamente nada. Pero cuando se encontraba a una corta distancia del bosquecillo, vio que ante ella había una película de rocío helado.
Completamente despierta, clavó sus ojos en las profundidades del rocío y vio invertido uno de sus lugares más queridos en su adolescencia, el casi legendario bosquecillo de cedros.
La primera impresión fue que ella estaba boca abajo, pero esta idea desapareció en cuanto alzó la cabeza. Sin embargo, antes de hacerlo, vio a alguien sentado por la cara inferior de una enorme rama de un cedro, desafiando las leyes de la gravedad. Pero cuando Juno levantó la vista y trató de localizar al hombre de la rama, no fue tan sencillo. Al principio no logró ver más que verdes terrazas de follaje, pero entonces…, sí, ahí estaba. Más cerca de lo que esperaba.
Tan pronto el hombre se dio cuenta de que lo había visto, saltó al suelo e hizo una reverencia, haciendo que sus cabellos rojo oscuro cayeran sobre los ojos como una mopa.
—¿Qué hace en mi bosquecillo de cedros? —preguntó Juno.
—Soy un intruso —dijo el desconocido.
Juno se protegió los ojos con la mano y miró fijamente al hombre… con cabellos rojos y oscuros y nariz de boxeador.
—Bueno, «intruso», ¿qué quiere? —dijo al fin—. ¿Este es uno de sus lugares favoritos o es que me ha tendido una emboscada?
—Le he tendido una emboscada. Si la he asustado, lo siento muchísimo. No era mi intención. No, no más de lo que la hubiera asustado una hormiga en la muñeca, o el zumbido de una abeja.
—Entiendo —dijo Juno.
—Pero llevo esperando una eternidad —contestó el hombre, arrugando la frente—. Cielos, vaya que si he esperado.
—Y ¿a quién esperaba?
—Esperaba este momento —dijo el hombre.
Juno enarcó una ceja.
—Esperaba que quedara abandonada. Sola. Como ahora.
—¿Qué tiene que ver mi vida con usted? —preguntó Juno.
—Todo y nada —dijo el hombre desgreñado—. Su vida es suya, por supuesto. Como su desdicha. Titus se ha ido. Trampamorro se ha ido. Puede que no para siempre, pero sí por mucho tiempo. Su casa junto al río, a pesar de ser tan hermosa, se ha convertido en lugar de sombras y ecos.
Juno cruzó las manos sobre el pecho. Había algo en su voz que acentuaba el efecto de la mata de pelo rojo y ese aire de bandido. Era profunda, ronca… e increíblemente afable.
—¿Quién es usted? —preguntó Juno al cabo—. Y ¿qué sabe de Titus?
—Mi nombre no tiene importancia. En cuanto a Titus, sé bien poco. Bien poco. Pero sí lo suficiente. Suficiente para saber que ha dejado la ciudad por hambre.
—¿Hambre?
—El hambre de estar siempre en algún otro lugar. Eso y la atracción de su hogar, o lo que él considera su hogar ancestral, si es que alguna vez lo ha tenido. Le he visto en este bosquecillo, solo. Golpeando las grandes ramas con los puños. Golpeando ramitas como si necesitara dejar salir a su alma.
Por primera vez, el intruso dio un paso al frente, rompiendo con los pies el espejo verde de rocío.
—No puede quedarse sentada esperándolos. Ni a Titus ni a Trampamorro. Usted tiene su propia vida, señora. Y esa vida empieza a partir de ahora. Llevo observándola desde mucho antes que el tal Titus apareciera en escena, la he observado desde las sombras. De no ser porque ese Trampamorro le robó el corazón, la hubiera seguido hasta el fin del mundo. Pero usted lo amaba. Y también a Titus. En cuanto a mí, bueno, ya ve que no soy ningún galán… soy brusco y directo… pero diga una palabra y le haré compañía. La acompañaré hasta que las puertas se abran, una tras otra, del alba al anochecer, y ¡cada día sea una nueva invención! Si me necesita, estaré aquí, entre los cedros.
Y dicho esto giró sobre sus talones y se alejó rápidamente. En un momento había desaparecido en el bosque, y lo único que quedaba para demostrar su presencia eran sus huellas, como manchas negras sobre el reluciente rocío.