SESENTA Y TRES

Tuvieron que esperar al anochecer antes de aventurarse a ir a casa de Juno. ¿Qué podían hacer con la Rosa Negra aparte de llevarla allí? Mientras esperaban, la tensión se hizo casi insoportable. Ninguno hablaba. Los ojos de Trampamorro tenían una mirada muy distante que Titus no le había visto nunca.

Estaban en un lugar rocoso y los árboles extendían sus ramas sobre las piedras. Al cabo, Titus se acercó a Trampamorro, que estaba tumbado sobre una gran roca gris. La Rosa Negra lo siguió con la mirada.

—No puedo soportar esto más —dijo—. ¿Qué demonios pasa? ¿Por qué está tan cambiado? ¿Es porque…?

—Chico —dijo Trampamorro—, te lo diré. Así callarás. —Y durante un buen rato guardó silencio, para al fin decir—: Mis animales están muertos.

Tras el silencio forestal que siguió, Titus se arrodilló junto a su amigo. Lo único que pudo decir fue:

—¿Qué ha pasado?

—Esos hombres entregados, conocidos a veces como científicos, vinieron a por mí. Siempre hay alguien persiguiéndome. Yo huí, como siempre. Conozco muchas formas de desaparecer. Pero ¿de qué me sirven ahora, mi querido amigo? Mis animales están muertos.

—Pero…

—Frustrados porque no habían podido encontrarme… no, ni siquiera con ayuda de su última invención, que no es mayor que un alfiler y se cuela por una cerradura a la velocidad de la luz… Frustrados, digo, dejaron de buscarme y mataron a mis animales.

—¿Cómo?

Trampamorro se puso en pie sobre la roca y, levantando el brazo, aferró una gruesa rama que colgaba por encima y la partió. En su mandíbula un músculo no dejaba de hacer tic tic tic, como un reloj.

—Fue una especie de rayo —dijo al fin—. Una especie de rayo. Una bonita idea, bellamente ejecutada.

—Y sin embargo, ha tenido la presencia de ánimo de venir a salvarme del hombre delgado.

—¿Lo he hecho? —musitó—. Estaba en un sueño. No le des más vueltas. No me quedaba más remedio que ocultarme en el Subrío. Los científicos estaban congregándose. Iban a por ti, chico. A por los dos.

—Pero se acordó de mí —dijo Titus—. Se arrastró sobre la larga viga.

—¿Ah, sí? Oh, Dios. ¿Y lo aplasté? Estaba muy lejos… entre mis criaturas. Las vi morir… Las vi caer rodando. Oí la respiración debilitarse en sus costillas. Vi cómo mi zoo se convertía en un matadero. ¡Mis criaturas! Vitales como el fuego. Sensuales y temibles. Allí yacen. Allí yacen… por siempre más.

Volvió el rostro hacia Titus. La mirada perdida había desaparecido y en su lugar había algo frío y despiadado como el hielo.