Titus se puso en pie y se volvió a Trampamorro. Por la mirada distante de su amigo, comprendió en seguida que no estaba de humor para charlas. Parecía haber olvidado al alto hombre deshecho que tenía a sus pies, y cavilaba sobre alguna otra cuestión. Cuando la Rosa Negra se acercó tambaleándose, con las manos cruzadas, no reparó en ella. La mujer se giró hacia Titus, que reculó, no porque le repeliera, pues incluso en su estado de agotamiento y consunción seguía siendo hermosa, sino porque ahora sólo podía despertar compasión: no estaba en sus manos evitarlo. Su belleza asustaba. Los enormes ojos, que tan a menudo expresaban miedo, ahora estaban muy abiertos por la esperanza… y Titus supo que debía huir. Se dio cuenta de inmediato de que era predadora. Ella no lo sabía pero lo era.
«Está pasando por un infierno —musitó Titus para sí—. Avanza entre sus aguas, y cuanto más profundas y densas son, mayor es mi deseo de huir. El pesar puede ser aburrido».
Titus sintió asco de sus propias palabras. Tenían un sabor nauseabundo en su boca.
Se volvió a mirarla y una vez más quedó atrapado por la tragedia de sus ojos boqueantes. Dijera lo que dijese, no sería más que una corroboración. Sólo sería una repetición o un bordado de la realidad de sus elocuentes ojos. El temblor de sus manos, la humedad de sus pómulos. Estas y otras señales eran superfluas. Titus sabía que si dejaba caer la más mínima semilla de amabilidad, ésta se convertiría inevitablemente en una extraña relación. Una sonrisa podía desatar la avalancha.
«No puedo, no puedo —pensó—. No puedo ayudarla. No puedo consolarla. No puedo amarla. Su sufrimiento es demasiado evidente. No hay ningún velo que lo oculte, no hay misterio, ni romanticismo. Nada, salvo una pena palpable, como un dolor de muelas».
De nuevo volvió la vista hacia ella como si quisiera verificar lo que estaba pensando, y al punto se sintió avergonzado.
Se había quedado vacía. El dolor la había exprimido. Ya no quedaba nada. ¿Qué debía hacer?
Se volvió a Trampamorro. Había algo en él que lo desconcertaba. Por primera vez parecía que su amigo tenía un punto débil, que era vulnerable. Algo o alguien lo había hecho salir a la luz. Mientras Titus observaba a Trampamorro, la Rosa Negra lo observaba a él y Trampamorro dirigía su atención a la multitud.
Sin saberlo, había oído el primer murmullo, y en aquel momento percibió el movimiento, porque poco a poco la multitud empezó a desprenderse, grano a grano, y a dirigirse al círculo central, como si una gran montaña de azúcar se hubiera puesto en movimiento.
Pero, lo más importante, aquella población incrédula parecía desplazarse en dirección a ellos. Si se quedaban allí, en un minuto, los tres quedarían atrapados en una avalancha insufrible.
La marea avanzaba hacia ellos inexorablemente. La marea de los indeseados, los desposeídos; la escoria del Subrío, entre la que se contaban Congrejo y el hombre con cabeza de pájaro que alimentaba a los sabuesos; el anciano y su ardillita; Grieta-Campana y Sobrio-Carter.
No había tiempo que perder.
—Por aquí —urgió Trampamorro, y Titus corrió tras aquel hombre feroz, con la Rosa Negra agarrada del brazo, para adentrarse tras él en un manto de oscuridad. No había ninguna linterna, ni tan siquiera una vela. Sólo por el sonido de sus pasos podía Titus seguir a su amigo.
Tras lo que pareció una hora o más, giraron en dirección sur. El silencioso Trampamorro parecía tener ojos de gato, porque, a pesar de la oscuridad, no vaciló en ningún momento.
Luego, después de caminar durante otra hora o más, ahora con la Rosa Negra cargada a su espalda, finalmente Trampamorro llegó a un largo tramo de escaleras. Mientras subían, por un instante repararon en una tenue filtración de luz y entonces, de pronto, vieron una abertura pequeña y blanca en la oscuridad, del tamaño de una moneda. Cuando por fin la alcanzaron, descubrieron que era una entrada, para ellos salida. Habían encontrado uno de los accesos secretos al mundo del Subrío y, cuando consiguieron salir, Titus vio con asombro que estaban en medio de un bosque.