En el extremo más alejado del ring, la Rosa Negra había visto el destello del cuchillo de Sudario. Ella sabía que lo tenía siempre afilado como una navaja barbera. Vio que el joven iba desarmado y, reuniendo sus fuerzas, gritó:
—¡Dadle vuestros cuchillos!… ¡Vuestros cuchillos! La bestia lo matará.
Como si la concurrencia hubiera salido de una pesadilla o un trance, un centenar de manos fueron a un centenar de cinturones y, por una docena de segundos, el aire pareció encenderse por el brillo del metal y resonar por el choque del acero contra la piedra. Armas blancas de todo tipo yacían dispersas como estrellas por el suelo. Algunas en seco, otras destellando en los charcos de agua.
Pero hubo una, de hoja larga y delgada, a medio camino entre cuchillo y espada, que pasó como un rayo rozando la cabeza de Titus y cayó con un chapoteo a cierta distancia de Sudario y le obligó a reaccionar. Titus se dio la vuelta, corrió hacia el lugar donde estaba el arma y, al cogerla del charco poco profundo, lanzó una risotada, no de alegría, sino de alivio por poder sostener algo cortante, algo más fiero, afilado y mortífero que sus manos desnudas.
La sujetó como una tea. El agua le llegaba a los tobillos y hasta el más mínimo detalle de su figura se reflejaba en ella.
Ahora que Sudario estaba tan cerca de Titus que no los separarían más de tres metros, se hubiera podido pensar que alguien de entre aquella gran concurrencia acudiría en ayuda del joven. Pero nadie movió un dedo. Bribones y pusilánimes contemplaban la escena con el mismo arrobo, como en trance, incapaces de moverse.
El hombre mantis se acercó y Titus retrocedió un paso. Temblaba de miedo. El rostro de Sudario se manifestaba ante él tan repugnante como una llaga: oscilaba ante sus ojos como el cieno gris de un pozo. Era indecente. Pero no debido a su fealdad, o incluso a la crueldad que revelaba, sino porque era un permanente recordatorio de la muerte.
Por un momento, un destello de comprensión pasó por la mente de Titus. Por un momento perdió su odio. No abominó de nada. El hombre había nacido con sus huesos y sus intestinos. No podía evitarlo. Había nacido con un cráneo que por su forma sólo podía dar cabida al mal.
Pero el pensamiento destelló en su mente y desapareció, pues Titus no tenía tiempo para otra cosa que no fuera seguir con vida.