Titus se había detenido en el centro de aquel improvisado ring y había vuelto el rostro hacia su enemigo, el execrable Sudario. Tenía pocas esperanzas, pues el hombre parecía hecho de hueso y tralla, y recordó la rapidez con que se había recuperado del rodillazo en el estómago. No es sólo que Titus estuviera asustado, también se sentía impresionado por lo que veía acercarse: esa cosa con las proporciones de un espantapájaros que parecía más grande que la misma vida.
Era como si se estuviera enfrentando a una máquina, una criatura sin sistema nervioso, sin corazón, hígado ni ningún otro órgano vulnerable.
Sus ropas eran negras, y se le pegaban al cuerpo como si estuvieran mojadas, lo que resaltaba la longitud de sus huesos. Alrededor de su cintura esquelética llevaba un ancho cinturón de cuero, el bronce de la hebilla parpadeaba por las luces.
Cuando se acercó, Titus vio que había contraído la boca y que sus finos labios no eran más que un hilo de algodón exangüe. A su vez esto hizo que se tensara la piel de su rostro y los pómulos sobresalieran como pequeñas rocas. Los ojos centellaban entre las pestañas y el efecto era el de una concentración tan fiera que hacía pensar en la locura.
Por un instante, esta concentración menguó y paseó la mirada por las hordas de las gradas: no había señal de la Rosa Negra. Cuando sus ojos volvieron a Titus, alzó el rostro y vio los grandes haces de luz que barrían la lúgubre atmósfera del techo; vio los altos puntales, verdes y pegajosos por el moho, cuando sus ojos descendían por el pilar putrefacto, vio la rata.
En ese momento, con el rabillo de un ojo puesto en Titus y el rabillo del otro en la rata, el hombre araña hizo un movimiento inesperado y se deslizó hacia la izquierda, hasta que estuvo a una distancia asequible del pilar sudoroso.
Una especie de exclamación contenida de alivio brotó de la audiencia. Cualquier acción imprevista era preferible al inevitable enfrentamiento de aquel par inverosímil de oponentes.
Pero este alivio duró poco, pues algo peor que el horror del silencio hizo que todos se pusieran en pie. Con un movimiento demasiado rápido para seguirlo, como el silbido de la lengua de una cobra, o el chorro del tentáculo de un calamar, Sudario disparó su brazo izquierdo, aferró a la rata y con sus largos dedos la estrujó y le arrancó la vida. Hubo un chillido, y luego un terrible silencio, porque Sudario se había vuelto hacia Titus.
—Ahora tú.
Cuando Titus se inclinó para vomitar, Sudario arrojó el animal muerto hacia él. Cayó a unos pasos con un golpe sordo. Sin saber qué hacía, en un arrebato de miedo y odio, Titus se desgarró un pedazo de la camisa, lo dobló y, tras arrodillarse, cubrió con él al roedor sin vida.
Y entonces, mientras seguía arrodillado, vio una sombra que se movía y saltó hacia atrás con un grito, porque Sudario estaba casi encima de él. Y no sólo eso, llevaba un cuchillo en la mano.