Y fue así como la gente se congregó en torno a aquel gris escenario, mientras el techo abovedado goteaba y volvían a llenarse las lámparas y algunos sostenían velas, otros antorchas, y hubo también quien llevó espejos para reflejar la luz, hasta que el lugar pareció bullir.
De no ser por el dolor que las garras de Sudario le habían dejado en el hombro, Titus hubiera pensado que soñaba.
A su alrededor, en una grada tras otra —porque la parte interior del círculo estaba considerablemente más baja que los límites exteriores y casi daba la impresión de que se encontraban en un circo romano—, sentados o en pie, estaban los fracasados de la tierra. Mendigos, rameras, timadores, refugiados, derrochadores, desahuciados, holgazanes, bohemios, ovejas negras, despojos, poetas, canallas, personajes de poca monta, inadaptados, conversadores, ostras humanas, sabandijas, inocentes, esnobs, hombres de paja, parias, proscritos, traperos, tunantes, libertinos, ángeles caídos, pobres desgraciados, pródigos, malversadores, soñadores y la escoria de la tierra.
Nadie en aquel gran cónclave de desplazados había visto nunca a Titus. Cada cual suponía que aquel desconocimiento era meramente suyo, porque la población de aquel lugar era demasiado extensa y extendida.
En cuanto a Sudario, muchos conocían su rostro: reconocían aquellos horribles andares de araña; la cabeza redonda, la boca descarnada. Había en él algo indestructible; como si su cuerpo estuviera hecho de una sustancia que excluyera la capacidad de sentir dolor.
Mientras avanzaba, cayó un silencio tan palpable y espeso como cualquier sonido. Incluso los más frívolos e insensibles de aquellos personajes se vieron arrastrados por la situación. Desconocían el motivo del combate y, a pesar de ello, se estremecían al ver la distancia acortarse entre aquellos dos.
¿Cómo llegó la noticia del inminente combate a las zonas más alejadas y atrajo, casi en las alas del eco, a semejante multitud? Es difícil decirlo. Pero ya no había ningún lugar en el Subrío que no supiera de la escena.
Cabeza tras cabeza, en largas hileras tupidas, y multitudinarias y compactadas como el azúcar moreno, cada cara un grano, la audiencia permanecía en pie o sentada sin hacer el más mínimo movimiento.
Apartar la mirada de cualquiera de las caras significaba perderla para siempre. Aquello era un delirio de testas: una profusión interminable. No tenía fin. Y su capacidad de invención era rápida, variada, fluida. Cada movimiento se perdía como el puño contenido por el ansia de saquear: se perdía en la nada.
Y todo ello bajo la luz de las lámparas, reflejada por los espejos. Un charco poco profundo en el centro del círculo reflejaba las largas vigas; reflejaba una rata que pasó chapoteando y se encaramó a un puntal alto y resbaladizo, reflejaba el destello de sus dientes y la rigidez de su cola espantosa.
En algún lugar, en medio de todo esto, estaba sentado Tirachina. Por un rato se había olvidado de sentir lástima de sí mismo, tan intenso era el enfrentamiento de los dos jóvenes.
Miraba al centro del círculo mojado con las manos metidas en las profundidades de los bolsillos. A escasos metros, aunque se habían perdido de vista, se acuclillaba Rapiño. No dejaba de morderse los nudillos mientras observaba a Titus, preguntándose qué podría hacer el joven desarmado.
A unos nueve o diez metros de Rapiño y Tirachina estaba Sobrio-Carter, de pie, y, en el extremo más alejado, Jonah y su ardillita se cogían de las manos.
Grieta-Campana, siempre tan irritantemente alegre, se había sentado con los hombros encogidos, como un ave de tierras frías. Su rostro estaba flácido; la boca abierta; y, aunque no tomaría parte en aquel combate, sus manos cruzadas estaban frías y húmedas, y su pulso era irregular.
A Congrejo, aprisionado entre sus libros, lo habían llevado ante el escenario en la cama. Ésta, al ser levantada del suelo, había dejado al descubierto un rectángulo de polvo profundo y suntuoso.
En el silencio se oía la voz del río, un sonido amortiguado, prácticamente inaudible, pero ubicuo y ominoso como el océano. Más que un sonido, era como una advertencia del mundo que tenían sobre sus cabezas.