CINCUENTA Y CINCO

—¡Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja! —hizo Grieta-Campana echando la cabeza atrás con una risa de loza.

—Ya basta —le dijo Sobrio-Carter, el hombre pesado—. Haría bien en estarse callado. La vida tal vez le parezca divertida, pero Ellos le siguen la pista.

—Pero si yo no tengo pista —repuso Grieta-Campana—. Desapareció hace mucho. No pensemos en ello. Soy feliz en la penumbra. Siempre he amado la humedad. No lo puedo evitar. Va conmigo. ¡Ja ja!

—Algún día esa risa suya será su ruina —sentenció Carter.

—No lo creo. Aquí abajo estoy tan seguro como un higo en la niebla. Al infierno con la cuarta dimensión. ¡Lo que importa es el ahora! —Se apartó unas greñas de los ojos y, volviéndose sobre unos alegres talones, señaló a una figura entre las sombras—. Mírela —exclamó—, ¿por qué no se mueve? ¿Por qué no se ríe y canta?

La sombra era una joven. Estaba inmóvil. Sus enormes ojos negros hacían pensar que estaba enferma. Un hombre cruzó la puerta y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, fue directamente a donde estaba la joven.

Mientras este hombre se acercaba con zancadas largas y raquíticas, ella miraba con gesto inexpresivo por encima de su hombro. Como si, conociendo aquellas facciones como las conocía, los pómulos altos y duros, la piel pálida, los ojos brillantes, la barbilla hendida, no viera razón para fijar la vista en él. Cuando el hombre llegó a su altura, se plantó delante con actitud agresiva, como una mantis, con la rodilla ligeramente flexionada, los largos dedos de sus manos enlazados en un puñado de huesos.

—¿Cuándo? —dijo ella.

—Pronto. Pronto.

—¿Pronto? ¿Qué clase de respuesta es ésa? ¡Pronto! ¿Diez horas? ¿Diez días? ¿Diez años? ¿Has encontrado el túnel?

Sudario apartó los ojos de ella y por un momento los clavó en cada uno de los presentes.

—¿Qué has descubierto? —preguntó la joven, todavía mirando por encima de su hombro.

—¡Tranquila, maldita sea! —dijo el tal Sudario levantando el brazo.

La Rosa Negra estaba inflexiblemente erguida, pero sin los muelles y espirales de la carne. Había pasado por demasiadas cosas y toda elasticidad había desaparecido. Estaba allí, erguida pero rota. Tres revoluciones le habían pasado por encima. Había oído los gritos. Sin saber a veces si era ella o alguna otra persona quien gritaba. El grito de niños que habían perdido a su madre.

Una noche la sacaron desnuda de la cama. Dispararon a su amante. Lo dejaron tirado en un charco de sangre. A ella la llevaron a un campo de prisioneros, y entonces su belleza empezó a espesarse y la abandonó.

Y un día lo vio, a Sudario, uno de los guardianes. Una figura alta y larguirucha, con los labios muy finos y ojos como cuentas de cristal. Él la animó a huir con él. Al principio creyó que era una trampa, pero conforme pasaba el tiempo, la Rosa Negra se dio cuenta de que él tenía otros planes en su vida y estaba decidido a escapar del campo. También formaba parte de su plan llevar un señuelo.

Así que escaparon, él, de la asfixiante vida de crueldad oficial; ella, del dolor de látigos y colillas ardientes.

Y llegaron los vagabundeos. Llegó una época de una crueldad mayor que la que había experimentado detrás del alambre espino. Llegó su degradación. Siete veces trató de escapar. Pero él siempre la encontraba. Sudario. El hombre de la cabeza pequeña.