—¿Qué diablos hace? —preguntó Congrejo con voz profunda, mucho más imponente que nada de lo que tuviera que decir—. He visto cosas repugnantes en mi vida, pero la comida que está haciendo es lo más nauseabundo que puedo recordar, señor Rapiño.
El aludido apenas se molestó en volverse. Aquello formaba parte de la rutina diaria. Hubiera faltado algo si Congrejo se hubiera olvidado de insultar a su amigo encorvado y huesudo, que siguió removiendo el contenido de la olla de latón.
—¿A cuántos de nosotros habrá matado usted en su día? —musitó Congrejo, descansando de nuevo la cabeza en la almohada de libros y haciendo que una nube de polvo se levantara hacia la luz, formando nuevos cielos, nuevas constelaciones—. ¿Eh? ¿Eh? ¿A cuántos ha mandado a su lecho de muerte con su desafortunado veneno?
Incluso Congrejo se cansaba a sí mismo con sus bromas pesadas, así que cerró los ojos. Como de costumbre, Rapiño no contestó. Pero Congrejo estaba satisfecho. Sentía una gran necesidad de compañía, incluso más que la mayoría, y hablaba únicamente para demostrarse a sí mismo que sus amistades eran reales.
Rapiño lo sabía y de vez en cuando volvía sus facciones aguileñas hacia el viejo poeta y levantaba la seca comisura de sus labios en una sonrisa aburrida. Este árido saludo significaba mucho para Congrejo. Formaba parte del día a día.
—Oh, Rapiño —exclamó la figura yaciente de Congrejo—, su sequedad es como un zumo para mí. Le aprecio más que a las galletas. Usted no tiene emociones frescas. Está seco, amigo mío; tan seco que me arruga. No me deje nunca, viejo amigo.
Rapiño volvió los ojos a la cama, pero en ningún momento dejó de remover su caldo gris.
—Hoy está muy hablador —dijo—. No se exceda.
El tercer componente de aquel trío, Tirachina, se puso en pie.
—No sé ustedes —dijo, dirigiéndose al espacio que había entre Rapiño y Congrejo—, pero yo estoy lleno de pesar.
—Siempre lo está —repuso Congrejo—. A esta hora. Como yo. Nuestro eterno dilema. ¿Es mejor pasar hambre o comer las gachas de Rapiño?
—No, no, no me refiero a la comida —dijo Tirachina—. Es mucho peor. Verán, yo perdí a mi mujer. La dejé atrás. ¿Hice mal? —Alzó el rostro al techo que goteaba. Nadie contestó—. Cuando huí de las minas despiadadas —dijo cruzando los brazos—. Cuando los días y las noches eran de sal y tenía los labios resecos y agrietados por la sal, y el sabor de ese vil elemento era como un cuchillo en mi boca y una muerte blanca más terrible que cualquier oscuridad del espíritu… cuando… escapé, juré que…
—Que pasara lo que pasara jamás se quejaría de nada, porque no podía haber nada tan terrible como las minas —acabó por él Congrejo.
—Vaya, ¿cómo sabe todo eso? ¿Quién ha estado…?
—Lo hemos oído un montón de veces. Nos lo cuenta con frecuencia —aclaró Rapiño.
—Lo tengo siempre en la cabeza, y me olvido.
—Pero huyó. ¿Por qué quejarse de su liberación?
—Estoy tan contento de que no puedan atraparme. Oh, no dejen que vuelvan a llevarme a las minas de sal. Hubo un tiempo en que coleccionaba huevos; y mariposas… y mariposas nocturnas…
—Empiezo a tener hambre —anunció Congrejo.
—Antes me aterraba pasar la noche solo; pero con el tiempo, cuando por diversas razones me vi obligado a abandonar la casa y pasar la noche con otras personas, empecé a ver aquellas noches solitarias como momentos de exaltación. Siempre ha sido mi deseo volver a estar solo y beber del silencio.
—Pues a mí no me gustaría estar solo en este sitio —confesó Congrejo.
—No es un lugar agradable, eso es cierto —convino Tirachina—, pero llevo once años aquí, y es mi único hogar.
—Hogar —terció Rapiño—. ¿Qué significa esa palabra? La he oído en algún sitio. Espere… ahora me acuerdo… —Había dejado de remover—. Sí, ahora me acuerdo… —Su voz era chillona y quebradiza.
—Bueno, oigámoslo —dijo Congrejo.
—Se lo diré —dijo Rapiño—. Hogar es una habitación bañada por la luz de la chimenea; y hay libros y cuadros. Y cuando la lluvia susurra y caen las bellotas, se ve un dibujo de hojas contra las cortinas. Hogar es donde estaba seguro. Hogar es de lo que huí. ¿Quién ha dicho hogar? ¿Quién lo ha dicho?
Con los labios apretados, Rapiño, que se preciaba de su autocontrol y despreciaba la emotividad, se puso en pie con un brinco furioso de disgusto, tropezó al tratar de marcharse y volcó la sopa gris, que se derramó debajo de la cama de Congrejo.
Este incidente hizo que dos individuos que pasaban cerca de allí se detuvieran.
Uno de ellos ladeó la cabeza escorbútica como un pájaro y le dio un codazo a su compañero, con tanto ímpetu que hubiera podido romperle una de las costillas flotantes.
—Me ha hecho daño —gruñó su camarada.
—¡Calle! —dijo su irritante amigo. Volvió la mirada a Congrejo y Tirachina, que tenían una expresión tan ceñuda que parecía que llevaran el nido de un pájaro sobre la frente.
Tirachina se puso en pie y dio unos pasos hacia los recién llegados. Luego alzó el rostro hacia el techo oscuro.
—Cuando escapé de las minas de sal —dijo—. Cuando los días y las noches eran de sal y tenía los labios resecos y agrietados por la sal y el sabor de ese vil elemento…
—Sí, amigo… ya lo sabemos —dijo Congrejo—. Siéntese y estése calladito. Y ahora deje que pregunte a estos dos caballeros si les interesa la literatura.
El más alto de los dos, un individuo de largas extremidades con el pelo muy corto y un pañuelo del color de la hierba, se puso de puntillas.
—¡Interesados! —exclamó—. Prácticamente yo mismo soy literatura. Pero sin duda ya lo sabe. Después de todo, mi familia no carece precisamente de lustre. Como ya sabrá, somos mecenas del arte, y llevamos siéndolo cientos de años. De hecho, dudo que la literatura de nuestro tiempo pudiera llegar a ver la luz sin la inspirada orientación de la familia Zorruz. Piense si no en las grandes obras que jamás la hubieran visto sin el patrocinio de mi abuelo. Piense en las obras de Morzch en general, y sobre todo en su obra maestra, Chis; y piense cómo le ayudó mi madre a salir del caos y encontrar una límpida visión de…
—Oh, cierre el pico —dijo una voz—. Usted y su familia me ponen enfermo.
Era Congrejo quien, rodeado por y encajonado entre los cientos de ejemplares no vendidos de su fallida novela, sentía que si alguien tenía que juzgar, no sólo la literatura, sino también todo lo que sucedía entre los sórdidos bastidores, ése era él.
—Zorruz, desde luego —siguió diciendo—. Usted y su familia no son más que unos buitres del arte.
—Vaya —dijo Zorruz—. Eso no es muy justo, ¿sabe? No todos podemos ser creativos, pero la familia Zorruz siempre…
—¿Quién es su amigo? ¿Él también es un buitre? —dijo Congrejo, interrumpiéndolo—. No importa. Rapiño ha huido. En su día él me ayudó a aplacar la emoción. Pero ahora se desvanece en un mar de sentimiento. Me ha fallado. Necesito un amigo cínico, viejo. Un cínico que me dé estabilidad. Siéntese, por favor. ¿Su amigo también es un Zorruz? Como ve, me he moderado. No puedo tener enemigos, no por mucho tiempo. Pero es que cuando veo mis libros me pongo furioso. Al fin y al cabo, ahí es donde está la sangre de mi corazón. Pero ¿quién los lee? ¡Contésteme a eso!
Tirachina se puso en pie, como si se hubiera dirigido a él.
—Dejé atrás a mi esposa —dijo—. En la periferia del casquete polar. ¿Hice bien?
Y golpeó el suelo mojado de ladrillo con el talón, haciendo saltar un poco de agua.
Pero como nadie le miraba, perdió fuelle. Se volvió y se dirigió al autor.
—¿Sigo yo con el caldo? —preguntó.
—Sí, si es eso lo que es —dijo Congrejo—. Hágalo. En cuanto a ustedes, caballeros, acompáñennos… coman con nosotros… sufran de un fuerte dolor de estómago con nosotros… y luego, si es necesario, mueran con nosotros como amigos.