El señor Congrejo estaba tumbado en un catre, con la frente arrugada por horas de pensamientos semiinconscientes: su rostro inexpresivo y especulador estaba dirigido al techo oscuro y sin embargo reluciente, donde la humedad se congregaba y colgaba en cuentas que se hinchaban como fruta y caían al suelo cuando estaban maduras.
¿Qué veía este hombre entre las sombras por encima de su cabeza? Algunos, en su lugar, hubieran visto batallas, las grandes mandíbulas de carnívoros o paisajes de infinito misterio e invención, con puentes y profundos abismos, bosques y cráteres. Pero Congrejo no veía nada de todo esto. En las sombras él no veía nada salvo perfiles de sí mismo, uno detrás de otro.
Estaba tumbado en silencio, con los brazos por fuera de la manta gruesa y roja que lo cubría. A su izquierda estaba Tirachina, sentado en el borde de un cajón, con las rodillas bajo el afilado mentón y éste apoyado en las rótulas. Llevaba puesta una gorra de lana y, al igual que el señor Congrejo, llevaba un rato en silencio.
Al pie de la cama, encorvado como un cóndor junto a sus crías, Rapiño cocinaba, removiendo una especie de masa de espantosa fibra gris en una olla de cuello ancho, silbando entre dientes. El sonido de esta ocupación meditabunda pudo oírse durante uno o dos minutos resonando levemente a lo lejos, hasta que otro centenar de sonidos se levantaron para silenciarlo.
El señor Congrejo estaba recostado, no en unas almohadas o un soporte de paja, sino en unos libros; y cada tomo era el mismo volumen, con su lomo gris oscuro. A su espalda, amontonados como una pared de ladrillos, estaban los llamados «recordatorios» de una historia épica escrita hacía mucho, olvidada hacía mucho, excepto por su autor, porque la obra de su vida yacía pegada a su espalda.
De los quinientos ejemplares impresos treinta años atrás por una editorial que había quebrado hacía una eternidad, sólo se habían vendido doce.
Alrededor de su lecho se elevaban trescientos volúmenes idénticos… como paredes o murallas que lo protegían de… ¿de qué? Y había más debajo de la cama, juntando polvo y lepismas.
El hombre yacía con su pasado junto a él, sobre el mismo, que también le servía de almohada: su pasado, repetido quinientas veces, cubierto de polvo y lepismas. Su cabeza, como la de Jacob en la famosa piedra, descansaba sobre los volúmenes de aliento perdido. La escalera de su miserable cama se elevaba hacia el cielo. Pero allí no había ángeles.