CUARENTA Y SIETE

Mucho antes de ver a Trampamorro, Titus pudo oírlo. Su voz poderosa y ronca hubiera podido romperle el tímpano a un sordomudo. Resonaba por la casa, subiendo a los pisos superiores, volviendo a bajar, entrando y saliendo de las habitaciones casi desiertas y colándose por las ventanas abiertas, de modo que las bestias y las aves levantaban sus cabezas, o las ladeaban como si quisieran saborear el eco.

Trampamorro estaba tendido cuán largo era en un sofá bajo y miraba por los cristales de una amplia puertaventana de la tercera planta. Desde allí tenía una panorámica ininterrumpida de la larga hilera de jaulas de abajo, donde sus animales yacían adormecidos bajo la pálida luz del sol.

Aquéllas eran su habitación y su vista favoritas. Junto a él, en el suelo, había libros y botellas. Su pequeño mono estaba sentado en el otro extremo del sofá. Se había liado en una manta y miraba con tristeza a su amo, que unos momentos antes había entonado una lúgubre canción cosecha propia.

De pronto, el monito se puso en pie de un brinco y empezó a sacudir sus largos brazos de forma extrañamente absurda, porque había oído ruido de pisadas en la escalera, dos pisos más abajo.

Trampamorro se incorporó sobre un codo y escuchó. Al principio no oía nada, pero entonces también él reconoció el ruido de pisadas.

Al cabo, la puerta se abrió y un viejo sirviente con barba asomó la cabeza.

—Bueno, bueno —dijo Trampamorro—. Por las fibras grises del árbol del xadnos, tienes un aspecto espléndido, amigo mío. Tu barba nunca ha parecido más auténtica. ¿Qué quieres?

—Hay un joven que quiere verlo, señor.

—¿De verdad? Qué gusto tan espantosamente malo. Ése sólo puede ser Titus.

—Sí, soy yo —dijo el aludido, entrando en la habitación—. ¿Puedo pasar?

—Por supuesto que puedes, dulce acertijo. ¿Debería alzarme sobre mis pies paralíticos? Lo cual, unido a ese traje que llevas, que es como una migraña y la corbata a topos y los zapatos a juego…, ¡qué humillación! Pero ¡ciertamente, estás elegante como una vara de sauce! Sin duda ha habido unas tijeras haciendo de las suyas con tu persona.

—¿Puedo sentarme?

—Siéntate, por supuesto. Tienes todo el suelo a tu disposición. Eh —musitó Trampamorro, cuando el monito saltó a su hombro—, cuidado con mis ojos, chico, los necesitaré más tarde. —Y, volviéndose a Titus—: En fin, ¿qué quieres?

—Hablar —dijo Titus.

—¿De qué, muchacho?

Titus levantó la vista. La cabeza inmensa y escarpada estaba ladeada. La luz que entraba por la ventana la rodeaba de una especie de halo de escarcha, distante y siniestro. A Titus le recordaba la luna, con sus hoyos y sus cráteres. Un territorio de cuero, roca y hueso.

—¿De qué, muchacho? —insistió.

—Para empezar, del miedo que siento —dijo Titus—. Créame, señor, no me ha gustado.

—¿De qué hablas?

—Tengo miedo del globo. Me estuvo siguiendo hasta que lo rompí. Y cuando lo rompí, suspiró. Y olvidé mi piedra. Y sin mi piedra estoy perdido… más perdido que antes. Porque no tengo ninguna otra cosa para demostrar de dónde vengo, o cuál es mi lugar de origen. Esa piedra es una prueba sólo para mí. No demuestra nada, salvo para mí. Y ahora no tengo nada que sostener en mi mano. Nada que me ayude a convencerme de que no fue un sueño. A demostrarme mi propia existencia. Nada que demuestre que usted y yo estamos hablando en esta habitación. Que tengo una voz, o unas manos. ¡Y el globo! ¡Ese globo inteligente! ¿Por qué me seguía? ¿Qué quería? ¿Me estaba espiando? ¿Es fruto de la magia o de la ciencia? ¿Sabrán quién lo ha roto? ¿Me perseguirán?

—Tómate un brandy —sugirió Trampamorro.

—¿Los ha visto, señor Trampamorro? ¿Qué son?

—Sólo son juguetes, muchacho. Sólo juguetes. Pueden ser tan simples como el sonajero de un bebé o complejos como el cerebro de un hombre. Juguetes, juguetes, juguetes para entretenerse. En cuanto al que tú decidiste romper, el número LKZ00572 ARG 39 576 AÍJ9843K2532, he leído sobre él y, si no recuerdo mal, se dice que es casi humano. No del todo, pero casi. Así que «eso» es lo que ha pasado. Has roto algo repugnantemente eficiente. Has blasfemado contra el espíritu de nuestra época. Has destrozado la mismísima vanguardia del progreso. Y, tras cometer ese crimen reaccionario, acudes a mí. ¡A mí! Dadas las circunstancias, permite que mire por la ventana. Nunca está de más ser precavido. Esos globos tienen un origen. En algún lugar hay un joven inventor trabajando en cuerpo y alma en la oscuridad primordial de un cerebro enfermo de sesenta caballos de potencia.

—Hay algo más, señor Trampamorro.

—Estoy seguro. De hecho, está todo lo demás.

—Se burla usted de mí con sus palabras —dijo Titus, dándose la vuelta—. Para mí todo esto es muy serio.

—Todo es serio o no dependiendo del color del cerebro que se tenga.

—Mi cerebro es negro —dijo Titus—, si eso es un color.

—¿Y bien? Escúpelo. Cuéntamelo todo.

—He abandonado a Juno.

—¿Abandonado?

—Sí.

—Tenía que pasar. Es demasiado buena para los hombres.

—Pensé que me odiaría usted.

—¿Odiarte? ¿Por qué?

—Bueno, señor, ¿no era ella su… su…?

—Ella era mi todo. Pero, como la maldita criatura que soy, inevitablemente la canjeé por la libertad de mis extremidades. Por una soledad que engullo como si fuera comida. Y, si lo prefieres, por los animales. He errado. ¿Por qué? Porque la añoro y soy demasiado orgulloso para admitirlo. Así que Juno se me escapó como un barco cuando baja la marea.

—Yo también la amaba —dijo Titus—. No sé si lo creerá.

—Seguro que la amabas, mi pequeña croqueta. Y sigues amándola. Pero eres joven y quisquilloso; apasionado e insensible; y por eso la has dejado.

—¡Oh, Dios! —dijo Titus—. Señor, hable con menos palabras. Estoy harto de palabras.

—Lo intentaré —dijo Trampamorro—. Pero es difícil romper con los viejos hábitos.

—Oh, señor, ¿he herido sus sentimientos?

Trampamorro se dio la vuelta y miró por la ventana. Justo debajo, veía una familia de leopardos a través de los barrotes de un tejado abovedado.

—¡Herir mis sentimientos! ¡Ja ja ja ja! Yo soy como un cocodrilo de pie. Yo no tengo sentimientos. En cuanto a ti. Sigue con tu vida. Cómetela. Viaja. Hazlo con tu mente. Con tus pies. Ve a la cárcel vestido con sucias ropas. Saborea la gloria en un coche dorado. Disfruta de la soledad. Esto es sólo una ciudad. No es lugar para hacer un alto. —Trampamorro seguía dándole la espalda—. ¿Y ese castillo del que hablas… ese mito crepuscular? ¿Volverías después de un viaje tan corto? No, debes continuar. Juno es parte de tu viaje. Y yo. Adéntrate más en la corriente. Ante ti se extienden las colinas y sus reflejos. ¡Escucha! ¿Has oído eso?

—¿El qué?

Trampamorro no se molestó en contestar. Se incorporó sobre un codo y miró por la ventana.

A lo lejos, hacia el este, vio una columna de científicos que avanzaba hacia su casa. Casi al mismo tiempo, las bestias del zoo empezaron a levantar sus cabezas y miraron todas en la misma dirección.

—¿Qué pasa? —preguntó Titus.

Trampamorro siguió sin hacerle caso, pero esta vez Titus no esperó su respuesta. Se acercó a la ventana y contempló el panorama junto a Trampamorro.

Y entonces oyeron la música: el sonido de trompetas que parecían venir de otro mundo; el distante retumbar de los tambores y luego, haciendo añicos la distancia, el rugido descamado e inmoderado de un león.

—Vienen a por nosotros —dijo Trampamorro—. Nos buscan.

—¿Por qué? —preguntó Titus—. ¿Qué he hecho?

—Acabas de destruir un milagro. Quién sabe las posibilidades que ofrecía ese globo. Cabeza de chorlito, una cosa como ésa hubiera podido aniquilar a medio mundo. Y ahora tendrán que volver a empezar. Te estaban observando. Te vigilaban. Quizá encontraron tu piedra. Quizá nos han visto juntos. Quizá esto… quizá lo otro. Una cosa está clara: tienes que desaparecer. Ven aquí.

Titus frunció el ceño y luego se puso muy erguido. Dio unos pasos hacia el hombretón.

—¿Has oído hablar del Subrío? —le preguntó Trampamorro.

Titus negó con la cabeza.

—Esta insignia te ayudará a llegar hasta allí. —Trampamorro se dobló el puño de la camisa y arrancó un pedazo del forro. En aquella pequeña insignia de tela había una señal impresa.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Titus.

—Calla. No hay tiempo. Los tambores se oyen el doble de fuerte. Escucha.

—Los oigo. ¿Qué quieren? ¿Qué pasa con sus…?

—¿Mis animales? Que se atrevan a tocarlos. Soltaré al gorila albino en el césped. Guarda la insignia, amigo mío. No la pierdas. Te ayudará a llegar abajo.

—¿Abajo?

—Abajo. Abajo, a un orden de oscuridad. No pierdas más tiempo.

—No lo entiendo —dijo Titus.

—No es momento para entender nada. Es hora de correr.

Y entonces, de pronto, un gran griterío de monos inundó la habitación, e incluso Trampamorro, con su garganta estentórea, tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

—Baja por las escaleras a las bodegas. En cuanto llegues al pie de la escalera gira a la izquierda… y ten cuidado con los clavos de la baranda. Vuelve a girar a la izquierda y delante, escasamente iluminado, verás un túnel con techo abovedado y sucias telarañas tupidas como mantas. Síguelo al menos durante una hora. Y ve con ojo. Ten cuidado con el suelo. Está plagado de reliquias de otro tiempo. Ahí abajo hay una quietud en la que no conviene demorarse. Toma, guarda esto en tus bolsillos.

Trampamorro cruzó la habitación a grandes zancadas y, tras abrir el cajón de un viejo bargueño, sacó un puñado de velas.

—¿Dónde estábamos? Ah, sí. Escucha. Para entonces estarás debajo de la ciudad, en el extremo norte, y la oscuridad será muy intensa. Los muros del túnel serán cada vez más bajos. No quedará mucho sitio por encima de tu cabeza. Tendrás que avanzar inclinado. Eso resultará más fácil para ti que para mí. ¿Me estás escuchando? Maldito seas, niño. Esto no es ningún juego.

—Oh, señor —dijo Titus—, no puedo concentrarme. ¿No oye esas trompetas? ¿No oye a las bestias?

—¡Tienes que escucharme a mí! Irás con la vela en alto y ante ti verás una verja. Al pie de ésta hay un plato negro, boca abajo. Levántalo y encontrarás una llave. Puede que no sea la llave que solucione tu miserable vida, pero te permitirá abrir la verja. Cuando la hayas cruzado, delante de ti verás una pendiente estrecha y larga que, yendo a paso normal, se extiende durante cuarenta minutos. Si susurras allí dentro, el mundo susurrará contigo. Si gritas, la tierra reverberará.

—Oh, señor —dijo Titus—, no se ponga poético. No lo soporto. El zoo se está volviendo loco. Y los científicos… los científicos…

—¡Que se vayan al cuerno los científicos! —exclamó Trampamorro—. Ahora escúchame como un zorro. He dicho pendiente. He dicho ecos. Pero hay otra cosa. El sonido del agua…

—Agua —repitió Titus—. Maldito sea si me ahogo.

—Serénate de una vez, señor Titus Groan. Inevitablemente, llegarás a un punto en que, de pronto, al doblar una esquina, oirás un ruido por encima, como un trueno lejano, porque estarás debajo del río… el mismo río que te trajo a la ciudad hace meses. Delante se extiende un campo semiiluminado de losas, en cuyo extremo más alejado verás el resplandor de una linterna verde. Esa linterna está colocada sobre una mesa. Sentado a ella, con la luz reflejada en el rostro, verás a un hombre. Enséñale la insignia que te he dado. Él la examinará con una lupa, luego te mirará con un ojo tan amarillo como la cáscara de un limón y silbará a través de un hueco que tiene en los dientes hasta que aparezca un niño trotando entre las sombras y te indique que le sigas hacia el norte.