Mucho más tarde, cuando la luna ya se había elevado en el cielo y Juno y Titus dormían uno en brazos del otro junto al fuego moribundo, Trampamorro, de humor travieso, al ver que no contestaban cuando llamó a la puerta, se había encaramado a un castaño cuyas altas ramas rozaban la ventana de la biblioteca y, con gran riesgo para su vida, saltó en la oscuridad y aterrizó en el alféizar, aferrándose al marco de la ventana abierta.
Más por suerte que por pericia, había conseguido mantener el equilibrio y no hacer ruido, salvo por el susurro de las ramas al volver a su sitio y una leve sacudida de la hoja de la guillotina.
Hacía ya bastante que no veía a Juno. Es cierto que durante unos días, después de la inesperada punzada que sintió en el corazón al verla alejarse por el camino, la había visto varias veces; se había dado cuenta de que no se puede recuperar el pasado, aun queriendo, así que le dio la espalda, igual que se le da la espalda a la juventud.
¿Por qué entonces aquella visita a deshoras en plena noche a su antiguo amor? ¿Por qué estaba en aquel alféizar, impidiendo el paso a la luz de la luna y contemplando las ascuas del hogar? Porque necesitaba hablar. Hablar como un torrente. Expresar en palabras el sinfín de extrañas ideas que habían estado pidiendo a gritos que las dejara salir; que encendiera su lengua. Llevaba todo el día deseándolo.
La mañana, la tarde, el anochecer los había pasado yendo de una jaula a otra en su zoo descomunal.
Pero, aunque los quería mucho, esa noche no estaba con sus animales. Quería otra cosa. Quería palabras y, en su deseo, mientras el sol se ponía, se dio cuenta de que estaba la imagen de la única persona del ancho mundo a los pies de cuyo lecho podía sentarse; bien erguido, con la cabeza muy alta, el mentón hacia delante, el rostro encendido por la secuencia interminable de ideas. ¿Quién, sino Juno?
Pensaba que había obtenido todo lo que ella podía dar. Habían acabado por cansarse. Sabían demasiado del otro. Pero ahora, de forma inesperada, la necesitaba. Podía hablarle de las estrellas y de los peces del mar. De los demonios y el vello que se encarama al pecho de los serafines, De ropa vieja y enfermedades terribles. De misiles voladores y de los extraños caminos del corazón. De cualquier cosa… podía hablarle de cualquier cosa. Lo importante era hablar.
Así que Trampamorro, haciendo caso omiso de su antiguo vehículo, escogió entre sus animales una gran llama olorosa; la ensilló, salió a medio galope del patio y se alejó cantando por las colinas en dirección a la casa de Juno.
No tenía ningún deseo de molestar al resto de habitantes de la casa, pero las piedrecillas que arrojó a la ventana de Juno no recibieron respuesta, y no le quedó más remedio que llamar a la puerta. Tampoco esto dio resultado y, puesto que no tenía intención de entrar por la fuerza o forzar una ventana, decidió encaramarse al castaño cuyas ramas rozaban las ventanas de la segunda planta. Ató la llama al pie del castaño, trepó por él y luego dio el salto.
Mientras estaba en el alféizar, con una caída de diez metros a sus pies, durante un rato siguió contemplando las ascuas del hogar y luego, finalmente, pasó bajo la hoja de la ventana y penetró en la oscuridad de la habitación.
Había estado antes en ella, varias veces, pero eso fue mucho tiempo atrás y aquella noche le pareció muy distinta. Sabía que el dormitorio de Juno estaba justo debajo, así que se dispuso a dirigirse a la puerta.
Esbozó una mueca al imaginar su sorpresa cuando lo viera. Su forma de tomarse las sorpresas era maravillosa. Nunca parecía sorprendida. Simplemente parecía contenta de verte… como si te hubiera estado esperando. Muchas veces, al despertar de un sueño profundo, había sorprendido a Trampamorro volviendo la cabeza y sonriéndole con una dulzura casi insoportable antes siquiera de abrir los ojos. Necesitaba ver aquello otra vez antes de dejar brotar las palabras ardientes.
Cuando le separaban apenas unos pasos de la puerta, oyó el primer sonido. Con un movimiento reflejo que provenía de tiempos muy lejanos, su mano fue en seguida al bolsillo de la cadera. Pero no había ningún revólver allí y devolvió su mano vacía al costado. Se dio la vuelta y clavó la vista en las últimas ascuas bermellonas de la chimenea.
No sabía exactamente qué había oído. Quizá había sido un suspiro. O las hojas del árbol de la ventana, aunque el sonido parecía proceder del rincón del hogar.
Y entonces volvió a oírlo, pero esta vez acompañado de una voz.
—Cariño… oh, mi amor.
Las palabras eran tan suaves que, de no haber sido pronunciadas en el profundo silencio de la noche, jamás las hubiera oído.
Trampamorro, inmóvil en la pieza aparentemente encantada, esperó durante varios minutos, pero no hubo más palabras, ni ningún otro sonido, salvo un largo suspiro, como el susurro del mar.
Así que avanzó y se desplazó ligeramente a la derecha, y al punto reparó en un tramo de oscuridad más intensa que el resto, y se inclinó hacia adelante con las manos levantadas como si se preparara para entrar en acción.
¿Qué clase de criatura podía estar tendida en el suelo y suspirar? ¿Qué clase de monstruo trataba de atraerlo?
Y entonces algo se movió en la oscuridad cerca de las ascuas mortecinas; luego silencio, no hubo más movimientos.
La luna se desprendió de las nubes y su luz penetró en la biblioteca, iluminando una pared de libros; cuatro cuadros; un tramo de la alfombra y las cabezas durmientes de Juno y el muchacho.
Las zancadas lentas y silenciosas hasta la ventana; el salto; el descenso por el castaño, rama a rama, perdiendo pie y magullándose la rodilla; el momento en que tocó el suelo, desató la llama, volvió a casa… todo esto fue un sueño. La realidad estaba en su interior… y era un dolor sordo y oscuro.