CUARENTA Y DOS

Habían pasado cuatro meses desde que Titus pusiera por primera vez los pies en casa de Juno. Una luz acuosa llenaba el cielo. Se oían voces en la distancia. Susurro de hojas… una bellota que caía… los ladridos de un perro a lo lejos.

Juno apoyó su cabeza soberbia y tropical contra la ventana de su sala de estar y contempló las hojas que caían o, para ser más exactos, miraba a través de las hojas, que caían aleteando y girando hasta el suelo, pues su cabeza estaba en otro lugar. Detrás de ella, en la elegante habitación, un fuego ardía en el hogar, proyectando un resplandor rojizo en la mejilla de mármol de un pequeño busto que había en un pedestal.

Y entonces, de pronto, Titus estaba allí. Una criatura muy distinta del mármol, saludándola desde el jardín de las estatuas, y aquella visión alejó las cavilaciones de su rostro como si le hubieran quitado una telaraña de encima.

Al advertir este cambio en su aspecto y el movimiento de su maravilloso pecho, el joven Titus sintió que lo asaltaban emociones encontradas. Una punzada de avidez completamente carnal cantó, resonó como una campana; era su escroto que se tensaba; y esta punzada se deslizó por sus ijares y los tejidos inquietos y el tembloroso miembro empezó a quemarle como el hielo. Y sin embargo, al mismo tiempo, había una cierta reserva en él… incluso desconfianza, una perversidad injustificada. Algo que Juno siempre había intuido y que temía más que al fracaso, algo que no podía abarcar con sus brazos.

Pero había algo en Titus que era incluso peor, una especie de lástima por ella. Una lástima que minaba su amor. Ella se lo había dado todo, y la compadecía por ello. No sabía que eso era algo letal e infinitamente triste.

Y estaba también el miedo a quedar atrapado en los generosos pliegues de su amor desesperado, fiero y leal.

Se miraron. Juno, con una increíble ternura, algo que no es fácil asociar con una dama distinguida, y Titus, sintiendo que su lascivia regresaba al mirarla, abrió los brazos en un gesto expansivo, salvaje y bastante falso, melodramático; él lo sabía, y también ella; pero en aquel momento estuvo bien, pues aquella lujuria era real y ésta es una bestia arrogante y altanera que no entiende de sutilezas.

Con tanta rapidez se sucedían estas sensaciones, la lástima, la avidez física, la repulsa, la excitación y la ternura, que se fundieron en un único impulso irresistible, el deseo de sostener todo aquello en los brazos extendidos de Titus y llevar su relación a un punto de ignición. Llevarla a su fin. Aquello era lo más triste. No sintió la necesidad de crear un acto que llevara a la gloria, sino que acabara con ella… de apuñalar el dulce amor hasta matarlo. Librarse de él.

Nada de esto pasaba por la mente de Titus. Estaba muy lejos, en algún recoveco perdido de su ser. Ahora, los ojos de Juno puestos en él, la sombra de una rama temblando en su pecho, lo importante era el juego inmemorial del amor: un juego para la solemnidad. No menos solemne por lo disparatado. Solemne como un gran cielo verde. Como el bisturí de un cirujano.

—Así que has vuelto, mi perverso amigo. ¿Dónde has estado?

—En el infierno —respondió Titus—. Bebiendo sangre y mascando escorpiones.

—Suena divertido, querido.

—En realidad no. Se le da al infierno más importancia de la que tiene.

—Pero ¿has escapado?

—Cogí un avión. El aparato más estilizado que hayas visto. Un millón de años han pasado junto a nosotros en medio minuto. Rajé el cielo en dos. Y ¿para qué?

—Bueno… ¿para qué?

—Para deleitarme en tu compañía.

—¿Qué ha sido del avión estilizado?

—Apreté un botón y se fue volando.

—¿Y eso es bueno o malo?

—ES muy bueno. No queremos que nos observen, ¿verdad? Las máquinas son tan inquisitivas… te veo muy lejos. ¿Puedo subir?

—Por supuesto. Si no se te van a salir los brazos.

—No, quédate donde estás. No bajes… ya subo yo. —Con un gesto salvaje y curioso de la cabeza, desapareció del jardín de estatuas y, unos minutos después, Juno oyó sus pasos en la escalera.

Titus ya no estaba enredado en una maraña de estados de ánimo. Lo que fuera que sucedía en su inconsciente no hizo ningún esfuerzo por aflorar a la superficie. Su mente se adormeció. Sus sentidos despertaron. Su miembro temblaba como la cuerda de un arpa.

La vio en cuanto abrió la puerta de la habitación, orgullosa, monumental, relajada; con un codo apoyado en la repisa de la chimenea, una sonrisa en los labios, una ceja levemente enarcada. Los ojos de Titus estaban tan concentrados en ella que no es de extrañar que tropezara con un escabel que había por medio y, al tratar de recuperar el equilibrio, volviera a tropezar y cayera de bruces.

Antes de que tuviera tiempo de recuperarse, ella se había sentado a su lado en el suelo.

—Es la segunda vez que caes a mis pies. ¿Te has hecho daño, querido? ¿Es algo simbólico? —preguntó Juno.

—Debe de serlo —dijo Titus—, sin duda.

De no haberla conocido Titus tan bien, aquella absurda caída hubiera podido distraerle del poco original propósito que lo impulsaba, pero, al ver a Juno inclinada sobre él, oliendo a paraíso, su pasión, lejos de verse apagada, adoptó un extraño tinte —ridículo y adorable— y la risa se sumó a la ternura que había entre los dos.

Cuando Juno rió, el proceso se puso en marcha, como los gorjeos de un crío.

En cuanto a Titus, su risa salió a borbotones.

Era el tañido a muerto del falso sentimiento, el de cualquier cliché, o del comportamiento reconocido. Era algo que ellos habían inventado. Una nueva palabra compuesta.

Un espasmo se apoderó de él. Atravesó furtivamente su diafragma y se deslizó por sus entrañas. Subió disparado como un cohete a su garganta, bifurcándose en diversas ramificaciones, para luego converger de nuevo, llevándolo a un territorio de casi lunatismo en el que Juno se unió a él. No tenían ni idea de por qué reían, y eso es más impresionante que un mundo entero de audacias.

Titus, volviéndose con un grito, estiró la mano, se dio cuenta de que la había apoyado en el muslo de Juno y de pronto la risa lo abandonó, y a ella también, así que Juno se puso en pie y cuando Titus se levantó, se abrazaron y fueron hasta la puerta, subieron las escaleras, siguieron un corredor y entraron en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de libros y cuadros bañados por la luz del sol otoñal.

En aquella remota habitación se respiraba una extraña sensación de paz, con los largos rayos de sol cuajados de motas de polvo. Sin estar desordenada, la biblioteca parecía extrañamente informal. Y había en ella la lejanía de un barco en alta mar… una especie de distanciamiento de lo cotidiano, como si no hubiera sido creada por carpinteros y albañiles y fuera una proyección de la mente de Juno.

—¿Por qué? —preguntó Titus.

—¿Por qué qué, sol mío?

—Esta habitación inesperada.

—¿Te gusta?

—Por supuesto, pero ¿por qué tanto secreto?

—¿Secreto?

—No sabía que existía.

—En realidad no existe, no cuando está vacía. Sólo se materializa cuando nosotros estamos en ella.

—Qué ocurrente, mi amor.

—Bruto.

—Sí lo soy, pero no te pongas triste. ¿Quién ha encendido el hogar? Y no me digas que los duendes, ¿vale?

—Nunca volveré a mencionar a los duendes. Yo lo he encendido.

—Estás muy segura de mí, ¿verdad?

—En realidad no. Siento una proximidad. Hay algo que nos une. A pesar de la edad. A pesar de todo.

—Oh, la edad no importa —dijo Titus cogiéndola de los brazos.

—Gracias —dijo Juno.

Una sonrisa amarga brotó de sus labios y se desvaneció. Su cabeza esculpida permaneció. Mientras Juno y Titus se desprendían de sus ropas y, temblando, se tumbaban juntos en el suelo y empezaban a ahogarse, la luz del atardecer fue suavizando los contornos de la adorable habitación.

La luz del hogar parpadeaba y perdía fuerza; bailaba y se extinguía. Sus cuerpos proyectaron una sombra por la habitación. Y la sombra pululó sobre la alfombra; trepó por una pared de libros y se sacudió con alegría por el solemne techo.