Al principio ¿qué fue sino una intuición dulce como el distante canto de un pájaro… algo trémulo… la conciencia de que el destino los había unido; de que un nuevo mundo era nacido, recién descubierto? Un mundo, un universo cuyas fronteras no se habían atrevido a traspasar y a cuyos bosques no habían osado aventurarse. Un mundo que podían atisbar, no desde alguna cresta de la imaginación, sino mediante simples palabras, vacías en sí mismas como el aire, y frases huecas y sin color; pero que hacían que sus corazones se aceleraran.
La suya era una charla insustancial… que evocaba las avenidas inconmensurables de la noche y los verdes claros del mediodía. Cuando decían «Hola» nuevas estrellas aparecían en el firmamento; cuando reían, ese mundo desbocado se moría de risa, aunque ninguno de los dos sabía muy bien qué le había hecho tanta gracia. Era un juego de los fantásticos sentidos, febril, tierno. Se recostaban en el alféizar de la ventana de la hermosa habitación de Juno y durante horas contemplaban las colinas distantes donde árboles y edificios estaban tan cerca, tan unidos, que era imposible saber si era una ciudad en un bosque o un bosque en una ciudad. Se recostaban bajo la luz dorada, felices por poder hablar unas veces, solazándose en un milagroso silencio otras.
¿Estaba Titus enamorado de su guardiana y ella enamorada de él? ¿Cómo podía ser de otra manera? Antes de que ninguno de los dos tuviera la más remota idea de cómo era el carácter de su amado, a los pocos días, ya se estremecían al sonido de los pasos del otro.
Pero por la noche, mientras permanecía en vela, ella se maldecía por su edad. Tenía cuarenta años, algo más del doble que Titus. Al lado de otras mujeres de su quinta o incluso más jóvenes, seguía siendo una mujer sin par, con la testa de una guerrera de leyenda… pero cuando Titus estaba con ella no tenía más remedio que reconciliarse con la naturaleza, y sentía un dolor furioso y rebelde en el pecho. Pensaba en Trampamorro y en cómo se la llevó veinte años atrás, y en sus viajes por tierras extrañas; en lo enloquecedor que acabó por resultarle su entusiasmo, en el carácter tan fuerte de los dos, tan obstinado, y lo angustiosos que se volvieron aquellos viajes, porque se estrellaban contra el otro como las olas se estrellan contra un saliente rocoso.
Pero con Titus era tan diferente… Titus de ninguna parte… un joven con un algo, con su mundo particular sobre los hombros como si fuera una capa, y de cuyos labios brotaban historias tan extrañas sobre su infancia que la arrastraba hasta los mismísimos confines de aquella tierra de sombras. «Tal vez —pensaba— estoy enamorada de algo tan misterioso y esquivo como un fantasma. Un fantasma que nunca podría sostener contra mi pecho. Algo que siempre se desvanece».
Y entonces recordaba lo felices que eran a veces; que cada día se sentaban juntos en el alféizar de la ventana, sin tocarse, saboreando la fruta más rara de todas… la ácida fruta del suspense.
Pero otras veces lloraba en la oscuridad, mordiéndose los labios… lloraba por la solidez de sus años, pues era ahora cuando hubiera debido ser joven; ahora, de todos los momentos del mundo, con una sabiduría que desperdició en su adolescencia, que dejó arrinconada en la veintena y que ahora estaba ahí, como algo palpable, con cuarenta veranos a su espalda. Cruzaba las manos con fuerza. ¿De qué servía la sabiduría, de qué sirve nada cuando el cervato ha huido del bosquecillo?
—¡Dios! —susurraba—. ¿Dónde está la juventud que siento? —Y entonces se le escapaba un suspiro largo y tembloroso y recostaba la cabeza en la almohada y hacía acopio de fuerzas y reía; porque, a su manera, era invencible.
Se incorporaba sobre un codo, tomando profundas bocanadas del aire de la noche.
—Me necesita —musitaba en una especie de gruñido dorado—. Yo soy quien debe darle alegría… orientarlo… darle amor. Que la gente diga lo que quiera… él es mi misión. Siempre estaré a su lado. Quizá él no lo sepa, pero estaré ahí. En cuerpo o en espíritu, siempre estaré junto a él cuando me necesite. Mí hijo de Gormenghast. Mi Titus Groan.
Y entonces, en ese momento, la luz que iluminaba sus facciones se oscurecía y una sombra de duda ocupaba su lugar… porque ¿quién era aquel muchacho? ¿Qué era? ¿Por qué? ¿Qué es lo que tenía? ¿Quién era aquella gente de la que hablaba? Aquel mundo interior, aquellos recuerdos, ¿eran auténticos? ¿Sería un mentiroso… un liante? ¿Una especie de descarriado? ¿O estaría loco? ¡No! ¡No! No podía ser. No debía ser.