CUARENTA

Trampamorro observó al joven y se preguntó por qué habría sentido el impulso de asistir al juicio. ¿Por qué interesarse en las idas y venidas de aquel joven vagabundo? En ningún momento se le había pasado por la imaginación que estuviera loco, aunque en la sala había algunos convencidos de que el muchacho estaba como una cabra y no habían ido más que para satisfacer una curiosidad morbosa.

No; Trampamorro asistió porque, si bien nunca lo hubiera reconocido, había acabado por interesarle el destino y el futuro de aquella enigmática criatura que encontró medio ahogada en los escalones que bajaban al río. Y aquel interés le preocupaba, pues sabía que, mientras él estaba allí sentado, su pequeño oso pardo estaría suspirando por verlo, y que todos y cada uno de sus animales estarían mirando entre los barrotes de sus jaulas, curiosos porque apareciera.

Mientras estos pensamientos cruzaban por su mente, una voz rompió la quietud de la sala solicitando permiso para dirigirse al magistrado.

Con gesto cansado, su señoría asintió y, al ver quién era la persona que se había dirigido a él, se irguió en su asiento y se puso bien la peluca. Porque se trataba de Juno.

—Dejad que lo lleve conmigo —dijo, clavando sus ojos elocuentes y devoradores en el rostro de su señoría—. Está solo y resentido. Quizá yo pueda averiguar cuál es la mejor forma de ayudarlo. Entretanto, señoría, está hambriento, sucio y cansado.

—Me opongo, su señoría —protestó el inspector Filomargo—. Lo que dice esta señora es cierto. Pero el muchacho está aquí por una grave violación de la ley. No podemos mostrarnos sentimentales.

—¿Por qué no? —repuso el magistrado—. Sus pecados no son graves.

Se volvió hacia Juno con una nota casi de entusiasmo en su cansada y vieja voz.

—¿Desea hacerse responsable de él ante mí? —le preguntó.

—Me hago totalmente responsable —dijo Juno.

—¿Se mantendrá en contacto conmigo?

—Desde luego, señoría… pero… hay otra cosa.

—¿De qué se trata, señora?

—La voluntad del joven. No lo llevaré conmigo a menos que él así lo quiera. No podría.

El magistrado se volvió hacia Titus y estaba a punto de hablar, pero al parecer cambió de opinión. Miró de nuevo a Juno.

—¿Está usted casada, señora?

—No lo estoy —dijo Juno.

Hubo una pausa antes de que el magistrado volviera a hablar.

—Joven —dijo—, esta señora se ha ofrecido a actuar como tu guardiana hasta que estés bien… ¿qué dices?

Todo lo que había de débil en Titus afloró como aceite en la superficie de aguas profundas.

—Gracias —dijo—. Gracias, señora. Muchas gracias.