¿Qué había en aquel mozalbete del banco de los acusados? ¿Por qué la conmovía de aquella forma? ¿Por qué temía por él? «Mi padre está muerto —había contestado—. Se lo comieron los búhos».
Un grupo de ancianos, con las piernas y los brazos apoyados sobre los respaldos y los reposabrazos de asientos que parecían bancos de iglesia, estaban alborotando. El secretario del tribunal les había llamado al orden en varias ocasiones, pero la edad les había hecho insensibles a las reconvenciones, y sus viejas mandíbulas se movían sin descanso.
En aquel momento el avión de papel describió una curva en el aire y empezó a descender, y he ahí que la figura central del grupo de ancianos —el mismísimo poeta— se levantó de un salto y exclamó «¡Armagedón!» con una voz tan fuerte que el magistrado abrió los ojos.
—¿Qué es eso? —musitó, cuando el avión pasaba ante su campo de visión.
No hubo respuesta, porque en ese momento se puso a llover. Al principio no era más que un suave repiqueteo; pero luego la lluvia arreció, convirtiéndose en una palpitación acuática y, finalmente, aflojó de nuevo y se convirtió en un siseo continuo.
Y este siseo llenaba la sala del tribunal. Hasta las piedras siseaban y, con la lluvia, llegó una oscuridad prematura que acentuó la lobreguez de la sala.
—¡Más velas! —exclamó alguien—. Más linternas. Teas y antorchas, electricidad, gas, luciérnagas.
Para entonces era imposible reconocer a nadie, salvo por la silueta, pues las luces que iban apareciendo eran succionadas por el efecto arrollador de la oscuridad.
Llegados a este punto, alguien bajó una pequeña palanca de emergencia al fondo de la sala, y el lugar en pleno se sacudió en un espasmo de luminosidad desnuda.
Por unos momentos, el magistrado, el secretario del tribunal, los testigos, el público, todos quedaron cegados. Montones de párpados se cerraron; montones de pupilas empezaron a contraerse. Todo quedó transformado excepto el rugido de la lluvia sobre el tejado. Y, mientras que este ruido hacía imposible oír nada, cada detalle había cobrado importancia para el ojo.
No quedaba ningún misterio; todo estaba al descubierto. El magistrado nunca había estado bajo una luz tan atroz. La esencia de su vocación era el distanciamiento. Pero ¿cómo podía parecer distante bajo aquella luz dura y despiadada que lo delataba como un hombre normal? Él era un símbolo. Era la ley. Era la justicia. Era la peluca que llevaba en la cabeza. Cuando dicha peluca desaparecía, él también. Volvía a ser un pequeño hombre entre hombres pequeños. Un hombrecillo con la mirada blanda; sus ojos azules y cándidos le daban un aire de magnanimidad cuando estaba en el tribunal; pero se volvían irritantemente débiles y vacíos en cuanto se quitaba la peluca y volvía a su casa. Y ahora aquella luz antinatural caía sobre su persona, fría e implacable: la clase de luz bajo la que se cometen las malas acciones.
Con aquella fiera luminosidad en el rostro, no le resultó difícil imaginar que él era el acusado. Abrió la boca para hablar, pero no se oyó nada, porque la lluvia caía con violencia contra el tejado.
Ahora que sus voces habían quedado sofocadas, el corrillo de ancianos se había ocultado bajo sus caparazones, volviendo sus viejos rostros de tortuga para evitar la violencia de la luz.
Siguiendo la mirada de Titus, Trampamorro vio que observaba a los hombres de los yelmos y que éstos, a su vez, observaban al joven, cuyas manos temblaban sobre la baranda del banco de los acusados.
Uno de los seis ancianos había cogido el avión de papel y lo aplanó con la palma de su mano grande e insensible. Leyó con el ceño fruncido y luego echó un vistazo al joven del banquillo. Astillo, el caballero alto y sordo, trataba de leer por encima de su hombro. Su sordera le hizo sorprenderse de la ausencia de conversación en el tribunal. No podía saber que un cielo fosco se estaba volcando sobre el tejado ni que la luz que bañaba los paneles de nogal de la sala coincidía de forma tan incongruente con el sombrío aguacero del mundo exterior.
Pero podía leer, y lo que leyó le hizo lanzar una mirada a Titus, quien, apartando por fin la mirada de los hombres de los yelmos, vio a Trampamorro. La luz cegadora lo había arrancado de las sombras. ¿Qué estaba haciendo? Una especie de señal. Y entonces vio a Juno y, por un instante, sintió una especie de calidez, de ella y hacia ella. Y vio a Astillo y a Cernícalo. A la señora Yerbas y al poeta.
Todo parecía terriblemente próximo y vivido. Trampamorro, que parecía medir tres metros, se había llegado al centro de la sala del tribunal y, escogiendo el momento adecuado, liberó al anciano de la nota arrugada.
Mientras leía, la lluvia se suavizó y, para cuando terminó, como si fuera sólido, el cielo fosco se había desplazado de una sola pieza y pudo oírse que se adentraba en alguna otra región.
Se hizo un silencio en la sala del tribunal, hasta que una voz anónima gritó:
—Apagad esa espantosa luz.
Esta orden imperiosa fue obedecida por alguien igualmente anónimo, y las linternas y las lámparas volvieron a ser ellas mismas: las sombras se extendieron. El magistrado se inclinó hacia adelante.
—¿Qué lee, amigo mío? —le preguntó a Trampamorro—. Si el surco que veo entre sus ojos no me engaña, diría que se trata de noticias.
—Bueno, pues sí, señoría, sí, ciertamente. Malas noticias —dijo Trampamorro.
—Ese pedazo de papel que tiene en las manos —prosiguió el magistrado— se parece notablemente a una nota que le pasé antes a mi secretario, aunque está arrugado y sucio. ¿Es posible?
—Lo es —dijo Trampamorro—. Lo es. Pero os equivocáis: él no lo está. No más que yo.
—¿No?
—¡No!
—¿No está qué?
—¿No recuerda su señoría lo que escribió?
—Refrésqueme la memoria.
Trampamorro, en lugar de leerle el contenido de la nota, se acercó al estrado y le entregó el sucio papel.
—Esto es lo que escribisteis —dijo—. No conviene que el público lo oiga. Ni el joven acusado.
—¿No? —dijo el magistrado.
—No —repuso Trampamorro.
—Veamos… veamos… —dijo el magistrado, apretando los labios mientras cogía la nota de manos de Trampamorro y leía para sus adentros.
Ref. n.° 1721536217
Mí querido Filby:
Tengo delante de mí a un joven, un vagabundo, un intruso, un muchacho muy peculiar, procedente de Gorgonblás o un nombre igual de inverosímil y con desuno a ninguna parte. Dice llamarse Titus y a veces Groan, aunque es difícil decir si Groan es su verdadero nombre o es una invención.
Es evidente que este muchacho sufre de delirios de grandeza y debería ser sometido a un detenido examen… en otras palabras, Filby, viejo amigo, aunque suene algo brusco, el chico está como una cabra. ¿Tienes sitio para él? Por supuesto, no puede pagar nada, pero quizá te sea de interés y hasta puede que te sirva para ese tratado que estás escribiendo. ¿Cómo lo llamabas, «Entre emperadores»?
¡Oh, amigo mío, lo que tiene que aguantar un magistrado! A veces me pregunto qué sentido tiene todo esto. El corazón humano es excesivo. Las cosas van demasiado lejos. Adquieren un tinte malsano. Pero prefiero estar en mi posición que en la tuya. Tú estás en el meollo de todo. Le pregunté al muchacho si su padre vivía. «No —me dijo—, se lo comieron los búhos». ¿Qué deduces de eso? Haré que te lo manden. ¿Cómo va tu neuritis? Hazme saber de ti, viejo amigo.
Siempre tuyo
Willy
El magistrado levantó la vista y miró al joven.
—Esto parece resolver el problema —dijo—. Y sin embargo… pareces cuerdo. Me gustaría poder ayudarte. Lo intentaré una vez más, porque tal vez me equivoque.
—¿En qué sentido? —dijo Titus; sus ojos estaban clavados en Filomargo, que había cambiado de asiento y ahora estaba muy cerca—. ¿Qué hay de malo en mí, su señoría? ¿Por qué me mira de esa manera? —dijo Titus—. Estoy perdido, nada más.
El magistrado se inclinó hacia adelante.
—Dime, Titus… háblame de tu hogar. Nos has hablado de la muerte de tu padre. ¿Qué hay de tu madre?
—Era una mujer.
Esta respuesta hizo que la sala prorrumpiera en carcajadas.
—¡Silencio! —exclamó el secretario del tribunal.
—No me gustaría verme obligado a pensar que estás mostrando desacato al tribunal —dijo el magistrado—, pero si esto sigue así, tendré que entregarte al señor Filomargo. ¿Está viva tu madre?
—Lo está, señoría, a menos que haya muerto.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Hace mucho tiempo.
—¿No eras feliz a su lado?… Nos has dicho que huiste de tu hogar.
—Me gustaría volver a verla —dijo Titus—. No la veía con frecuencia. Era demasiado vasta para mí. Pero no fue de ella de quien huí.
—¿Y de qué huiste?
—De mis deberes.
—¿Tus deberes?
—Sí, señoría.
—¿Qué clase de deberes?
—Mis deberes hereditarios. Ya os lo he dicho. Soy el último de mi linaje. He traicionado a mi familia. He traicionado mi hogar. He huido de Gormenghast como una rata. Dios tenga piedad ¿Qué queréis de mí? ¡Estoy harto de todo esto! ¡Harto de que me sigan! ¿Qué mal he hecho… si no es a mí mismo? Así que no tengo los papeles en regla, ¿verdad? Tampoco mi mente y mi corazón. Algún día yo también acecharé a alguien.
Titus, aferrándose con fuerza a los lados del banco, se volvió directamente hacia el magistrado.
—¿Por qué me han metido en la cárcel como si fuera un criminal, señoría? —susurró—. ¡Yo! ¡Septuagésimo séptimo conde y heredero de un nombre!
—Gormenghast —musitó el magistrado—. Cuéntanos algo más, muchacho.
—¿Qué puedo contaros? Se extiende en todas direcciones. No tiene fin. Y sin embargo ahora me parece que tiene fronteras. La luz del sol y la luz de la luna tocan sus muros, igual que en este país. Hay ratas y mariposas nocturnas… y garzas. Hay campanas que repican. Hay bosques y lagos, y está lleno de gente.
—¿Qué clase de gente, querido muchacho?
—Cada uno tenía dos piernas, señoría, cuando cantaban abrían la boca y cuando lloraban les salía agua de los ojos. Perdonadme, señoría, no pretendo hacerme el gracioso. Pero ¿qué puedo decir? Estoy en una ciudad extraña, en una tierra extraña. Dejad que me vaya. No podría soportar esa cárcel por más tiempo. Gormenghast era una especie de prisión. Gobernada por el ritual. Pero, de pronto, sentí la necesidad de marcharme.
—Sí, muchacho. Continúa.
—Hubo una inundación, señoría. Una gran inundación. Y el castillo parecía flotar sobre las aguas. Cuando por fin salió el sol, el lugar chorreaba y brillaba… Tenía un caballo, señoría… clavé mis talones en sus flancos y partí galopando hacia la perdición. Necesitaba saber.
—¿Y qué es eso que necesitabas saber, mi joven amigo?
—Necesitaba saber —contestó Titus— si había algún otro lugar.
—¿Otro lugar?
—Sí.
—¿Has escrito a tu madre?
—Le he escrito. Pero siempre me devuelven las cartas. Dirección desconocida.
—¿Y qué dirección es ésa?
—Sólo tengo una —dijo Titus.
—Es extraño que hayas recuperado tus cartas.
—¿Por qué? —dijo Titus.
—Porque tu nombre es bastante raro. ¿No es cierto?
—Es el que tengo.
—¿Cuál, Titus Groan, septuagésimo séptimo señor?
—¿Por qué no?
—Es improbable. Estas cosas pertenecen a otra época. ¿Sueñas por la noche? ¿Tienes lapsos de memoria? ¿Eres poeta? O quizá todo esto no sea más que una elaborada broma.
—¿Una broma? ¡Oh, por Dios!
Sus palabras eran tan apasionadas que en la sala se hizo el silencio. Aquélla no era la voz de un bromista. Era la voz de alguien plenamente convencido de su verdad… aquella que guarda en la cabeza.