Una tenue luz ardía sobre la cabeza de su señoría. En el interior del juzgado se oía a alguien sacando punta a un lápiz. Una silla crujió y Titus, que estaba de pie en el banco de los acusados, palmeó las manos, porque era una mañana espantosamente fría.
—¿Quién está aplaudiendo? —preguntó el magistrado, saliendo de su ensoñación—. ¿He dicho algo profundo?
—No, en absoluto, señoría —respondió el secretario del tribunal, un hombre grande con la cara picada por la viruela—. Es decir, su señoría no ha hecho ningún comentario.
—El silencio puede ser muy profundo, señor Droguen. Mucho.
—Sí, señoría.
—Entonces ¿qué ha sido eso?
—Ha sido el muchacho, señoría. Está dando palmadas para calentarse las manos, supongo.
—Oh, claro. El muchacho. ¿Qué muchacho? ¿Dónde está?
—En el banco de los acusados, señoría.
El magistrado, frunciendo el ceño ligeramente, se echó la peluca a un lado y luego volvió a ponerla en su sitio.
—Me parece que su cara me suena —tanteó.
—Y así es, señoría —confirmó el señor Droguen—. Este prisionero ha estado ante vos en varias ocasiones.
—Eso lo explica todo —dijo el magistrado—. Y ¿qué ha hecho esta vez?
—Si me permite recordárselo, señoría —comentó el secretario grande y con la cara picada por la viruela, no sin una nota de malhumor en su voz—, ha tratado su caso esta misma mañana.
—Sí, es verdad. Ahora me acuerdo. Siempre he tenido una excelente memoria. Imagine un magistrado sin memoria.
—Me lo estoy imaginando, señoría —ironizó el señor Droguen al tiempo que, con ademán irritado, pasaba unos papeles sin relevancia.
—Vagancia, ¿no era eso, señor Droguen?
—Sí, eso era —dijo el secretario—. Vagancia, daños y violación de la propiedad.
Volvió su rostro grande y macilento hacia Titus y levantó la comisura del labio superior, enseñando los dientes como un perro. Y entonces, como si actuaran por propia voluntad, sus manos se hundieron en las profundidades de los bolsillos de sus pantalones como dos zorros que desaparecen de pronto en su guarida. El tintineo amortiguado de monedas y llaves dio la impresión momentánea de que había algo juguetón en el señor Droguen, algo de playboy. Pero esta impresión se desvaneció de inmediato. No había nada en las facciones graves y sombrías de aquel hombre, ni en su postura o en su voz que pudiera corroborar esta idea. Sólo el tintineo de las monedas.
Pero aquel sonido, si bien amortiguado, le recordó a Titus algo semiolvidado, una música terrible y sin embargo íntima; de un frío reino; de cerrojos y corredores de losas; de intrincadas verjas de hierro corroído; de pedernales, viseras y picos de pájaros.
—Vagancia, daños y violación de la propiedad —repitió el magistrado—, sí, sí, lo recuerdo. Cayó desde el tejado de alguien. ¿No era eso?
—Exactamente, señor —confirmó el secretario del tribunal.
—¿Sin medio conocido de subsistencia?
—Eso es, señoría.
—¿Sin techo?
—Sí y no, señoría —dijo el secretario del tribunal—. Él habla de…
—Sí, sí, sí, sí. Ya lo recuerdo. Un caso difícil, un joven difícil… Recuerdo que había empezado a cansarme de su oscuridad.
El magistrado se inclinó hacia adelante apoyándose en los codos y descansó el mentón alargado y huesudo sobre los nudillos de sus manos cruzadas.
—Es la cuarta vez que te tengo ante mí y, por lo que puedo ver, todo este asunto no ha sido más que una pérdida de tiempo para el tribunal y un engorro para mí mismo. Tus respuestas, cuando las hay, han sido absurdas, abstrusas o fantásticas. No puedo permitir que esto continúe. Tu juventud no es excusa. ¿Te gustan los sellos?
—¿Los sellos, señoría?
—¿Los coleccionas?
—No.
—Es una pena. Tengo una rara colección que se está pudriendo. Ahora escúchame. Ya has pasado una semana en la cárcel… pero lo que me preocupa no es el hecho de que seas un vagabundo. Es una actividad honrada, aunque punible. Lo que me preocupa es que seas una persona obtusa, sin raíces. Parece ser que conoces algo que nosotros desconocemos. Tu forma de comportarte es extraña, tus palabras no tienen sentido. Te lo volveré a preguntar: ¿qué es eso de Gormenghast? ¿Qué significa?
Titus volvió el rostro hacia el estrado. Si había un hombre en quien podía confiar era aquel magistrado. Anciano, arrugado como una tortuga, con unos ojos puros como cristal gris. Pero Titus no contestó, y se limitó a restregarse la frente con la manga de la chaqueta.
—¿Has oído la pregunta de su señoría? —dijo una voz junto a él. Era el señor Droguen.
—No sé qué ha querido decir con esa pregunta —repuso Titus—. Ya puestos podía preguntarme qué es mi mano. ¿Qué significa? —Y la levantó con los dedos extendidos como una estrella de mar—. O mi pierna. —Y, apoyándose sobre una pierna, se puso a sacudir la otra como si estuviera suelta—. Perdonadme, señoría, no os entiendo.
—Es un lugar, señoría —recordó el secretario del tribunal—. El prisionero ha insistido en que es un lugar.
—Sí, sí —dijo el magistrado—. Pero ¿dónde está? ¿Está al norte, sur, este u oeste? Ayúdame para que pueda ayudarte, muchacho. Me imagino que no quieres pasarte el resto de tu vida durmiendo en tejados de ciudades extranjeras. ¿Qué te pasa, chico? ¿Qué problema tienes?
Un rayo de luz se coló por una alta ventana del juzgado y tocó la corta nuca del señor Droguen como si estuviera revelando algo con un significado místico. El secretario echó la cabeza atrás y la luz se desplazó a su oreja. Titus la observó mientras hablaba.
—Señor, os lo diría si lo supiera —declaró—. Lo único que sé es que me he perdido. No es que quiera volver a mi casa… que no quiero; sino que, si quisiera hacerlo, no podría. Tampoco es que haya viajado muy lejos; he perdido la orientación, señoría.
—¿Huíste, muchacho?
—A caballo —dijo Titus.
—¿De… Gormenghast?
—Sí, señoría.
—¿Dejando a tu madre…?
—Sí.
—¿Y a tu padre…?
—No, a mi padre no.
—Ah… ¿está muerto, muchacho?
—Sí, señoría. Se lo comieron los búhos.
El magistrado enarcó una ceja y se puso a escribir en un papel.