El día se levantó agreste y enmarañado. La luz que pudiera haber se filtraba al interior de los grandes edificios de cristal como si estuviera avergonzada. Salvo una pequeña parte, la mayoría de invitados que había acudido a la fiesta de los Cúspide-Canino yacían como fósiles en sus camas separadas o, por diversas causas, daban vueltas en los mares del sueño.
De aquellos que estaban despiertos y levantados, al menos la mitad eran sirvientes de la casa. Fue un grupo de éstos el que, al oír el alboroto, acudió a la habitación, encendiendo luces por el camino, y encontró a Titus aporreando la puerta.
Resistirse no le sirvió de nada. Las manos torpes de los criados lo aferraron y arrastraron por siete tramos de escaleras, hasta los alojamientos de los criados. Allí lo tuvieron prisionero durante la mayor parte del día, siendo entonces cuando recibió la visita de la ley y la policía y, hacia el anochecer, de una especie de especialista en la mente que durante varios minutos estuvo observando a Titus desde debajo de sus cejas y le hizo curiosas preguntas que él no se molestó en contestar, porque estaba muy cansado.
La propia señora Cúspide-Canino apareció durante un fugaz momento. Hacía treinta años que no bajaba a las cocinas, y lo hizo acompañada por el inspector, quien estuvo hablando a la señora con la cabeza ladeada y los ojos puestos en el cautivo. Esto tuvo el efecto de hacer que Titus pareciera una especie de animal enjaulado.
—Un enigma —dijo el inspector.
—No estoy de acuerdo —repuso la señora Cúspide-Canino—. No es más que un niño.
—Ah —hizo el inspector.
—Y su cara… —dijo la dama.
—Ah —hizo el inspector.
—Tiene unos ojos espléndidos.
—Pero ¿tiene también unos hábitos espléndidos, señora mía?
—No lo sé. ¿Y eso qué importa? ¿Los tiene usted?
El inspector se encogió de hombros.
—No hay motivo para encogerse de hombros. Ninguno en absoluto. ¿Dónde está mi chef?
El aludido había estado rondando por allí desde que su señora entrara en la cocina. Se presentó al instante.
—¿Señora?
—¿Le han dado de comer al muchacho?
—Sí, señora.
—¿Le habéis dado lo mejor? ¿Lo más nutritivo? ¿Le habéis dado un almuerzo que no pueda olvidar?
—Todavía no, señora.
—¡Ya qué estás esperando! —Alzó la voz—. Está hambriento. ¡Está desanimado, es joven!
—Sí, señora.
—No me digas sí. —Poniéndose de puntillas, se alzó en toda su estatura, que no era mucha, pues era una mujer menuda—. Dale de comer y deja que se vaya. —Y cruzó la habitación con sus piececitos septuagenarios, mientras su sombrero emplumado oscilaba peligrosamente entre solomillos y faldas.