TREINTA Y UNO

Sentada, Juno abrió una cesta que había llenado en la fiesta, antes de volverse al muchacho y Trampamorro.

—¿Tienes hambre? —preguntó Juno cuando los vio salir.

—Mucha —dijo Titus.

—Pues come —dijo ella.

—Oh, mi dulce llama, mi defraudada. ¿En qué piensas? —preguntó Trampamorro, pero con una voz tan aburrida que casi era un insulto—. ¿A que no te imaginas cómo lo encontré, mi filtro de amor?

—¿A quién? —inquirió Juno.

—Al muchacho. A este muchacho hambriento.

—Dímelo.

—Medio ahogado, sí, señor, al amanecer. ¿No te parece poético? Ahí estaba, tendido, desamparado, en los escalones que bajan al río… despatarrado como un pez muerto. Así que me lo llevé a casa. ¿Por qué? Porque nunca había visto nada más inverosímil. Al día siguiente lo echo. No era parte de mí. No era parte de mi absurda vida, y él se va, esta criatura de ninguna parte, superflua como una vela al sol. Un ser irrisorio… que se olvida… pero ¿qué ocurre luego?

—Te escucho —dijo Juno.

—Pues al chico no se le ocurre otra cosa que caer por una claraboya y derribar a una de las pocas mujeres que me han interesado en la vida. Oh, sí. Lo vi todo. Su cabeza yacía de lado en tu espléndido pecho y, por unos momentos, fue el señor de un barranco tropical entre tus senos de medianoche: hogar de musgo y vegetación; suntuosa hendidura. Pero basta. Soy demasiado viejo para hendiduras. ¿Cómo nos has encontrado? No hemos dejado de girar y girar, girar… podríamos haber despistado al mismísimo demonio… y en cambio tú has entrado como si hubieras ido pegada a mis talones. ¿Cómo me has encontrado?

—Te lo diré, Trampalomo, te diré cómo te he encontrado. No hay nada milagroso en ello. Mi intuición es tan inexistente como el perfume del mármol. Ha sido el muchacho quien os ha delatado. Tenía los pies mojados, y aún los tiene. Y han dejado un brillo en los pasillos.

—¿Un brillo? ¿Cómo que un brillo? —preguntó Trampamorro.

—Es lo que iban dejando sus pies… una leve película. Sólo he tenido que seguirla. ¿Dónde están tus zapatos, niño peregrino?

—¿Mis zapatos? —dijo Titus, con un hueso de pollo en la mano—. Bueno, supongo que estarán en algún lugar del río.

—Bueno; ahora que nos has encontrado, Juno, mi trampa de amor… ¿qué quieres de nosotros? ¿Juntos o por separado? Al fin y al cabo, aunque soy impopular, no soy un fugitivo. Así que no hay necesidad de que me esconda. Pero el joven Titus (señor de algún lugar… con un nombre del todo inverosímil), él, debemos admitirlo, está huyendo. Del porqué no estoy del todo seguro. En cuanto a mí, no hay cosa que desee más que lavarme las manos con respecto a vosotros. Una de las razones es que no me tienes subyugado. No deseo más que soledad, Juno, y la compañía de las bestias sobre las que medito. Y la otra es este muchacho, conde de Gorgonpás o como se llame, con él debo lavarme las manos porque no tengo ningún deseo de relacionarme con otro ser humano, y menos aún con uno con forma de enigma. La vida es demasiado breve para tales distracciones y no puedo obligarme a sentir interés por los problemas que alberga su pecho.

El monito que estaba en el hombro de Trampamorro asintió y empezó a hurgar en las profundidades del pelo de su amo. Sus arrugados aunque delicados dedos eran tiernos e inquisitivos como los de una amante.

—Es usted casi tan rudo como hambriento estoy yo —dijo Titus—. Y en cuanto a los caminos de mi corazón y mi linaje, es usted tan ignorante como ese mono que lleva al hombro. Si de mí depende, así seguirá. Pero sáqueme de aquí. Este edificio es una pocilga, y huele como un hospital. Se ha portado bien conmigo, señor Trampamuro, pero tengo ganas de perderlo de vista. ¿Adónde puedo ir, dónde puedo esconderme?

—Debes venir conmigo. Conseguir ropa nueva, alimento, un techo. —Juno volvió su espléndida cabeza hacia Trampamorro—. ¿Cómo vamos a salir de aquí sin que nos vean?

—Cada cosa a su tiempo —dijo Trampamorro—. Lo primero es encontrar el ascensor más próximo. A estas alturas todo el mundo estará durmiendo. —Fue hasta la puerta y, al abrirla, sorprendió a un joven inclinado sobre la cerradura. No le había dado tiempo a incorporarse, y menos aún a escapar.

—Mi querida esencia de armiño —dijo Trampamorro, arrastrando al hombre al interior por las solapas amarillo limón de su librea, pues era un lacayo del servicio—, bienvenido. Bueno, Juno, cariño, llévate a Gorgonpás contigo y contemplad un rato la oscuridad por la ventana. No tardaré.

Titus y Juno, obedeciendo aquella voz curiosamente autoritaria, porque era poderosa, por muy ridículo que fuera lo que decía, oyeron un peculiar arrastrar de pies y, al momento:

—Bueno, Gorgonblás, deja a la adorable damisela contemplando la noche y ven aquí.

Titus se volvió y vio que el lacayo estaba prácticamente desnudo. Trampamorro lo había pelado como un árbol cuando pierde sus hojas doradas en otoño.

—Quítate esos harapos y ponte esta librea —le dijo Trampamorro. Se volvió al lacayo—. Espero que no pases mucho frío. No tengo nada contra ti, pero no tenía más remedio. Este joven caballero debe escapar. Y ahora date prisa, Gorgon —gritó—. Tengo el coche esperando, y está inquieta.

Trampamorro ignoraba que, mientras él decía estas palabras, las primeras pinceladas del amanecer empezaban a colarse entre las nubes bajas iluminando no sólo los pocos aeroplanos que brillaban como espectros, sino también aquella monstruosa criatura, su vehículo. Desnuda como el lacayo, desnuda bajo los primeros rayos de sol, era como un improperio o una burla, con la nariz apuntando a los elegantes aeroplanos; su forma, su color, su esqueleto, sus tendones, su cráneo, sus músculos de cuero… su vientre bajo y osado, su aspecto sangriento y de amotinamiento en alta mar. Allí esperaba ella, mucho más abajo de donde estaba su capitán.

—Cámbiate de ropa —le urgió Trampamorro—. No tenemos toda la noche.

Algo empezó a arder en el estómago de Titus. Notó que la sangre abandonaba su rostro.

—Así que no puede esperarme toda la noche —dijo con una voz que casi no reconocía—. Trampamorro, el hombre zoo, tiene prisa. Pero ¿sabe acaso con quién está hablando? ¿Lo sabe?

—¿Qué pasa, Titus? —intervino Juno, que había dado la espalda a la ventana al oír su voz.

—¿Que qué pasa? —exclamó Titus—. Yo se lo diré, señora. Es la ignorancia de este matón. ¿Acaso no sabe quién soy?

—¿Cómo podemos saber nada de ti, cariño, si no nos lo dices? Venga, venga, deja de temblar.

—Quiere escapar —dijo Trampamorro—. Pero no querrás que te metan en la cárcel, ¿verdad? ¿Eh? Me imagino que desearás salir de este edificio.

—No con su ayuda —gritó Titus, aunque mientras lo hacía era consciente de que estaba siendo mezquino. Miró al gran rostro surcado de sombras con el orgulloso timón que tenía por nariz y la luz de sus ojos, y un destello de reconocimiento pareció cruzarse entre los dos. Pero era demasiado tarde.

—Pues entonces vete al infierno, niño —le soltó Trampamorro.

—Lo llevaré conmigo —terció Juno.

—No —repuso Trampamorro—. Deja que se vaya. Tiene que aprender.

—¡Aprender, maldito sea! —exclamó Titus, sintiendo que todas sus emociones contenidas se desataban—. ¿Qué sabe usted de la vida, la violencia, el engaño? ¿De locos, subterfugios y traiciones? De mi traición. Mis manos se han manchado de sangre. He amado y he matado en mi reino.

—¿Reino? —inquirió Juno—. ¿Tu reino? —Una suerte de amor reverente se encendió en sus ojos—. Yo cuidaré de ti.

—No —dijo Trampamorro—, deja que encuentre su camino por sí mismo. Si ahora le ayudas, nunca te lo perdonará. Deja que se comporte como un hombre, Juno…, o lo que él cree que es comportarse como un hombre. No le chupes la sangre, querida mía. No te precipites. Recuerda cómo mataste nuestro amor con tus especias, ¿eh? Mi bella vampiresa.

Titus, blanco por la indecisión, porque Trampamorro y Juno parecían hablar un lenguaje privado, dio un paso hacia el hombre sonriente, que había vuelto el rostro contra el hombro para que el monito pudiera descansar su mejilla peluda contra la de él.

—¿Ha llamado «vampiresa» a esta dama? —susurró.

Trampamorro asintió pausadamente con su testa sonriente.

—Exacto —dijo.

—No ha querido ofenderme —trató de aplacarlo Juno—. ¡Titus! Oh, cielo… Oh…

Porque el puño de Titus salió disparado con tal celeridad que fue un milagro que no acertara en el blanco, y no acertó porque Trampamorro, atrapándolo como si fuera una piedra que le habían arrojado, lo sujetó y, sin esfuerzo, lo impulsó lentamente hacia la puerta, lo empujó al exterior y acto seguido cerró la puerta y echó la llave.

Por unos minutos, Titus se estremeció de impotencia, aporreó la puerta, gritando: «¡Déjeme entrar, cobarde! ¡Déjeme entrar!», hasta que el alboroto hizo que acudieran sirvientes desde todos los rincones de la gran mansión de cristal verde oliva.

Mientras los lacayos se llevaban a Titus, que no dejaba de debatirse y gritar, Trampamorro sujetó a Juno con fuerza por el codo, porque ella deseaba estar con el joven impetuoso mitad vestido de harapos y mitad con librea, aunque no dijo nada mientras trataba de liberarse de su antiguo amante.