Aunque no se oyó ningún sonido, que la puerta se abriera provocó un cambio en la habitación que tenían a su espalda; un cambio suficiente para despertar en Titus y su compañero una conciencia de la que sus mentes conscientes nada sabían.
No, no fue el aliento de un sonido; no fue el parpadeo de una luz. Y sin embargo, la habitación negra que tenían a su espalda cobró vida.
Trampamorro y Titus se habían vuelto a la vez, pensando, como mucho, que era para aliviar algún músculo.
De hecho, apenas se apercibieron de que se habían girado. No veían apenas nada de la habitación llena de noche pero, cuando un instante después entró una dama, con ella se coló algo de luz de la sala contigua. No gran cosa, pero sí lo suficiente para que Titus y su compañero vieran que a su izquierda tenían un sofá a rayas y, al otro lado de la habitación, lo que hubiera podido considerarse el fondo del escenario si la noche hubiera sido un auditorio, había una elevada pantalla.
Al ver que la puerta se abría, Trampamorro cogió al pequeño mono del hombro de Titus y, tapándole la boca con la mano derecha y sujetándole las cuatro patas con la izquierda, se desplazó en silencio entre las sombras y se ocultó detrás de la pantalla. Titus, que no tenía que preocuparse por ningún mono, lo siguió al instante.
Y entonces se oyó el clic y la habitación se llenó de una luz rojiza. La dama que había abierto la puerta avanzó sin hacer ningún ruido. Con gran delicadeza, a pesar de su peso, fue hasta el centro de la habitación, donde ladeó la cabeza como si esperara que sucediera algo peculiar. Luego se sentó en el sofá a rayas y cruzó sus espléndidas piernas envuelta en un susurro de seda.
—Debe de estar hambriento —susurró—. El trepatejados rompeclaraboyas… el muchacho harapiento de ninguna parte. Debe de estar hambriento y perdido. ¿Dónde puede estar? ¿Detrás de esa pantalla, por ejemplo, con su amigo, el perverso Trampamorro? —Se hizo un absurdo silencio.