VEINTINUEVE

Trampamorro y Titus permanecieron inmóviles unos instantes, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.

Y entonces, en el extremo más alejado de la habitación, vieron un rectángulo de un gris mortecino que se alzaba en medio de la oscuridad. Era la noche.

No había estrellas, y la luna estaba por el otro lado del edificio. En algún lugar, mucho más abajo, oyeron el susurro de un aeroplano que despegaba. En seguida lo vieron, un objeto estilizado, sin alas, deslizándose en la noche, sin prisa aparente, salvo que, de pronto…, ¿dónde se había metido?

Titus y Trampamorro permanecieron ante la ventana y durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Al final, Titus se volvió hacia la tenue silueta de su compañero.

—¿Qué hace aquí? —le preguntó—. Parece fuera de lugar.

—Por los gansos de Dios. Me has dado un susto —dijo Trampamorro levantando la mano como si quisiera protegerse de un golpe—. Había olvidado que estabas ahí. Cavilaba, chico. Y no hay pasatiempo más rico que ése. Te cubre de humos nocivos. Desprende una música sombría. Es el aroma del hogar.

—¿El hogar?

—El hogar —dijo Trampamorro. Se sacó una pipa del bolsillo y la llenó con un buen puñado de tabaco. La encendió, dio una calada, llenó sus pulmones de un humo acre y lo expulsó, mientras la cazoleta ardía en la oscuridad como una herida—. Me preguntas por qué estoy aquí… aquí, entre gente extraña. Es una buena pregunta. Casi tan buena como para que yo te la haga a ti. Pero no me lo digas, querido joven, no todavía. Creo que prefiero adivinarlo.

—Yo no sé nada de usted —dijo Titus—. Para mí no es más que alguien que aparece y desaparece. Un hombre rudo, un guardaespaldas, una criatura que me saca del peligro. ¿Quién es usted? Dígame… no parece pertenecer a esta… a esta región de cristal.

—El lugar de donde procedo no es de cristal, chico. ¿Has olvidado los tugurios que llegan arrastrándose hasta mi patio? ¿Has olvidado la purria que viste junto al río? ¿Has olvidado el hedor?

—Recuerdo el hedor de su coche… —dijo Titus— penetrante como el ácido. Espeso como unas gachas.

—Es una zorra —comentó Trampamorro—. Y huele como una zorra.

—No sé nada de usted —dijo Titus—, con sus kilómetros de grandes jaulas, con sus gatos monteses, sus lobos y sus aves de presa. Los he visto, pero no me dicen gran cosa. ¿En qué está pensando? ¿Por qué hace ondear ese mono al hombro como si fuera una bandera extranjera… un emblema del desafío? No tengo más acceso a su mente del que pueda tener a este pequeño cráneo. —Y, tanteando la oscuridad, Titus acarició al monito con su dedo índice. Luego miró fijamente a la oscuridad, de la cual formaba parte Trampamorro. La noche parecía más espesa que nunca—. ¿Sigue usted ahí? —preguntó.

Pasaron doce largos segundos antes de que Trampamorro contestara.

—Sí, aquí sigo, o parte de mí. El resto de mi persona está inclinado sobre la borda de un barco. El aire está impregnado de especias y las profundas aguas saladas tienen un brillo fosforescente. Estoy solo en cubierta y no hay ninguna otra persona que vea cómo la luna se eleva desde detrás de una nube para encender una hilera de palmeras como en procesión. Puedo ver la espuma de un blanco oscuro rompiendo contra la orilla; y veo, y recuerdo, una figura que corría por la franja de arena iluminada por la luna, con los brazos levantados por encima de la cabeza y su sombra corriendo a su lado y dando sacudidas, porque la playa tenía una superficie irregular; y entonces la luna volvió a ocultarse tras las nubes y el mundo volvió a oscurecerse.

—¿Quién era el hombre?

—¿Cómo voy a saberlo? —Dijo Trampamorro—. Podía ser cualquiera. Hasta puede que fuera yo.

—¿Por qué me cuenta todo esto? —dijo Titus.

—No te estoy contando nada. Me lo cuento a mí mismo. Mi voz, que a otros les suena estridente, es música para mis oídos.

—Es usted muy brusco —dijo Titus—. Pero me ha salvado dos veces. ¿Por qué me ayuda?

—No tengo ni idea. Debe de haber algo mal en mi cabeza.