VEINTIOCHO

Entretanto, Titus y Trampamorro giraban a izquierda y derecha a voluntad, porque aquel lugar estaba plagado de habitaciones y corredores.

Trampamorro, que corría unos metros por delante de Titus, tenía el aspecto de un corcel, con su gran cabeza escarpada echada hacia atrás y el pecho hacia delante.

No se volvía para ver si Titus podía seguir su paso poderoso. Con el timón granate que tenía por nariz apuntando al techo, galopaba y galopaba con el pequeño mono aferrado al hombro, bien despierto con los ojos color topacio clavados en Titus, que corría unos metros por detrás. De vez en cuando el animal gritaba, y entonces se agarraba con más fuerza al cuello de su amo, como si su propia voz le hubiera asustado.

Y aunque corría, Trampamorro conservaba una seguridad monumental, casi dignidad. No se trataba sólo de una huida. Era algo en sí mismo, como debe ser una danza, una danza ritual.

—¿Estás ahí? —Musitó de pronto por encima del hombro—. ¿Eh? ¿Estás ahí, joven trapero? Ven a mi lado.

—Estoy aquí —repuso Titus jadeando—. Aunque no sé por cuánto tiempo.

Trampamorro no le hizo caso y dobló una esquina a la izquierda con una cabriola, y luego a la izquierda otra vez, a la derecha, a la izquierda y luego, aminorando el paso gradualmente, fueron a parar a un salón escasamente iluminado rodeado por siete puertas. Los fugitivos abrieron una de ellas al azar y se encontraron en una habitación vacía.