Fue una suerte para todos los afectados que nadie resultara gravemente herido. Incluso Titus sólo se hizo unos cortes, pero eran heridas superficiales, y, por lo que se refiere a la caída, tuvo suerte de que aquella señora con hombros abovedados y senos como bolas de nieve estuviera justo debajo cuando cayó.
Zozobraron juntos y, por un momento, quedaron tendidos el uno junto al otro sobre la gruesa alfombra. A su alrededor destellaban las esquirlas de cristal, pero para Juno, tumbada junto a Titus, al igual que para las otras personas afectadas por su repentina aparición en el aire y luego en el suelo, la sensación predominante no era de dolor, sino de sorpresa.
Porque había algo sorprendente en más de un sentido en la visitación casi bíblica de un joven vestido con harapos.
Titus apartó el rostro, que había chocado contra un hombro desnudo, y al ponerse en pie, desorientado, vio que los ojos de la dama estaban clavados en él. Incluso así tumbada, era soberbia. De una dignidad sin igual. Cuando Titus le ofreció la mano para ayudarla a levantarse, ella tocó las yemas de sus dedos y se puso en pie sin esfuerzo, con sus pies menudos y bonitos. Entre estos piececitos y la noble cabeza clásica, como si estuviera entre dos polos, se extendía todo un mundo dorado de especias.
Alguien se inclinó sobre el chico. Era el taimado.
—¿Quién demonios eres tú? —dijo.
—¿Y eso qué importa? —Repuso Juno—. No se acerque. Está sangrando… ¿No es eso bastante? —Y, con un ademán indescriptible, rasgó un pedazo de su vestido y se puso a vendar la mano de Titus, que sangraba abundantemente.
—Es usted muy amable —dijo agradecido Titus.
Juno meneó la cabeza con suavidad y una leve sonrisa brotó de las comisuras de sus labios generosos.
—Imagino que la he asustado —añadió el joven a modo de disculpa.
—Ha sido una presentación algo precipitada —repuso ella. Y enarcó una ceja. La alzó como el ala de un cuervo.