Y así, por un capricho del azar, otro grupo de invitados quedó situado debajo de donde Titus se hallaba. Algunos se habían ido renqueando, otros se habían escabullido. Algunos se habían mostrado bulliciosos; otros, reservados.
Los componentes de aquel grupo en particular no eran ninguna de esas dos cosas y eran ambas a la vez, como demostraba el producto de sus mentes. Eran invitados altos, ajenos al hecho de que, a causa del accidente de su estatura y delgadez, estaban creando entre todos un grupito de árboles… árboles humanos. Este grupo, este bosquecillo antropomorfo, se volvió cuando un recién llegado, avanzando de lado centímetro a centímetro, se incorporó a ellos. Era bajo, recio y desabrido, y resultaba de lo más inapropiado entre los miembros de aquel elevado bosquecillo, pues parecía un árbol desmochado.
Una de las componentes del grupo, una criatura esbelta, delgada como una vara, envuelta en negro, con unos cabellos tan negros como sus ropas y los ojos tan negros como los cabellos, se volvió hacia el recién llegado.
—Acompáñenos —dijo—. Hable con nosotros. Necesitamos su sensatez. Somos tan lamentablemente emotivos… Tan infantiles…
—Bueno, difícilmente…
—Calla, Leonard. Ya has dicho bastante —le dijo la esbelta señora Yerbas a su cuarto marido con ojos de cervatillo—. O el señor Filomargo o nada. Vamos, querido señor Filomargo. Y bien.
El desabrido señor Filomargo adelantó el mentón, una visión sorprendente, pues incluso cuando estaba relajado su mentón era como un ariete, algo con lo que azuzar; como un arma.
—Querida señora Yerbas —dijo—, es usted siempre tan inexplicablemente amable…
El delgado señor Astillo, que había estado ocupado llamando a un camarero, de pronto se agachó para poner la oreja a la altura de la boca de Filomargo. Y, una vez en esa posición, en lugar de mirar a la cara a su interlocutor, giró los ojos hasta su extremo más oriental y consiguió una bonita panorámica de su perfil.
—Soy un poco sordo —dijo—. ¿Podría repetir lo que ha dicho? ¿Ha dicho «Inexplicablemente amable»? ¡Qué curioso!
—No sea tedioso —lo amonestó la señora Yerbas.
El señor Astillo se incorporó en toda su estatura, que hubiera sido mucho más imponente de no ser porque tenía los hombros tan caídos.
—Querida señora. Si yo soy aburrido, ¿quién me ha hecho serlo?
—Bueno, ¿quién ha sido, querido?
—Es una larga historia…
—Entonces mejor nos la saltamos, ¿no les parece?
La mujer se volvió lentamente, girando sobre su pelvis, hasta que sus senos, pequeños y cónicos, dirigidos al señor Cernícalo, parecieron una deliciosa amenaza. Su marido, el señor Yerbas, que había visto aquella maniobra al menos cien veces, bostezó exageradamente.
—Cuénteme —dijo la señora Yerbas al tiempo que soltaba sobre el señor Cernícalo una nueva andanada de puro erotismo—, cuéntemelo todo sobre usted, querido señor Filomargo.
El señor Filomargo, que no se sentía a gusto ante aquel trato tan familiar de la señora Yerbas, se volvió hacia el marido.
—Su esposa es una mujer muy especial. Muy curiosa. Induce a la especulación. Me habla a través de la coronilla, mientras sus ojos miran al señor Cernícalo.
—Pero ¡así es como debe ser! —exclamó el aludido, con los ojos saliéndosele de la emoción—, la vida debe ser variada, incongruente, vil y eléctrica. Debe ser implacable, y tan llena de amor como el que pueda encontrarse en los colmillos de un jaguar.
—Me gusta la forma en que se expresa usted, joven —dijo Yerbas—, pero no sé de qué habla.
—¿Qué murmuran? —inquirió el espigado Astillo, doblando uno de sus brazos como la rama de un árbol y ahuecando un puñado de ramitas en torno a la oreja.
—Tiene usted algo divino —susurró Cernícalo, dirigiéndose a la señora Yerbas.
—Creo que le estaba hablando a usted, querido —le dijo ella por encima del hombro al señor Filomargo.
—Su esposa me está hablando otra vez —le dijo Filomargo al señor Yerbas—. Veamos lo que tiene que decir.
—Habla usted de mi esposa de una forma curiosa —dijo Yerbas—. ¿Acaso le molesta?
—Me molestaría si viviera con ella —repuso Filomargo—. ¿Y a usted?
—¡Oh, querido amigo, no sea ingenuo! Yo estoy casado con ella, por eso casi nunca la veo. ¿Qué sentido tiene casarse si tienes que estar siempre topándote con tu esposa? Para eso más valdría no casarse. Oh, no, querido amigo. Ella hace lo que quiere. Es una coincidencia que nos hayamos encontrado aquí esta noche. ¿Lo ve? Y nos gusta… es como revivir el primer amor, pero sin sufrimiento, sin la parte del corazón. El amor frío es el más adorable de todos, tan limpio, tan vivo, tan vacío. En pocas palabras, tan civilizado.
—Es usted una leyenda —dijo Cernícalo, con una voz tan sofocada por la pasión que la señora Yerbas ni siquiera se dio cuenta de que le había hablado.
—Tengo tanto calor como un nabo hervido —sentenció el señor Astillo.
—Pero dígame, hombrecillo espantoso, ¿cómo me siento? —Exclamó la señora Yerbas al ver a un recién llegado, lacerando su belleza con el filo de su voz—. Estos días tengo tan buen aspecto… hasta mi marido me lo ha dicho, y ya sabe usted cómo son los maridos.
—No, no tengo ni idea de cómo son —dijo el hombre de expresión taimada que acababa de ponerse a su lado—, dígamelo usted. Yo sólo sé en qué se convierten… y quizá… lo que les lleva a ello.
—Oh, qué inteligente es usted. Perversamente inteligente. Tiene que contármelo todo. ¿Cómo soy yo, querido?
El hombre taimado —una criatura de torso estrecho con cabellos pelirrojos que le caían sobre las orejas, nariz afilada y un cerebro demasiado grande para que pudiera controlarlo cómodamente— replicó:
—Mi querida señora Yerbas, en estos momentos siente usted la necesidad de algo dulce. Azúcar, mala música o algo por el estilo. Eso le serviría para empezar.
La criatura de ojos negros, con los labios entreabiertos, los dientes brillando como perlas, los ojos clavados con entusiasmo en el rostro taimado que tenía delante, cruzó las delicadas manos sobre sus senos cónicos.
—¡Tiene toda la razón! ¡Oh, sí! —Dijo sin aliento—. ¡Absoluta y milagrosamente tiene toda la razón, hombrecito brillante, brillante! ¡Lo que necesito es algo dulce!
Entretanto, el señor Filomargo estaba haciendo sitio a un personaje de rostro alargado ataviado con una piel de león. Con una melena negra cayéndole sobre la cabeza y los hombros.
—¿No tiene usted calor con eso? —preguntó el joven Cernícalo.
—Estoy que me asfixio… —dijo el de la piel rojiza.
—Y entonces ¿por qué lo lleva? —preguntó la señora Yerbas.
—Pensé que se trataba de un baile de disfraces —dijo la piel—. Pero no me quejo. Todo el mundo ha sido muy amable.
—Pero eso no impide que genere un montón de calor bajo esa ropa —dijo el señor Filomargo—. ¿Por qué no se la quita?
—No llevo nada debajo —dijo la piel de león.
—¡Qué delicioso! —Exclamó la señora Yerbas—. Me intriga usted enormemente. ¿Quién es?
—Pero, querida —dijo el león mirando a la señora Yerbas—, seguro que…
—¿Qué sucede, rey de las bestias?
—¿No me recuerdas?
—Su nariz me suena de algo —reconoció la señora Yerbas.
El señor Astillo bajó la cabeza entre las nubes de humo. Y entonces la giró hasta situarla junto a la de Cernícalo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó.
—Esa mujer vale un imperio —repuso Cernícalo—. Es vital, exquisita, ¡un juguete!
—¿Un juguete? —dijo el señor Astillo—. ¿Qué ha querido decir?
—Usted no lo entendería.
El león se rascó con cierto encanto. Luego se dirigió a la señora Yerbas.
—Así que mi nariz te suena… y ¿ya está? ¿Te has olvidado de mí? ¡De mí! Que fui tu Harry.
—¿Harry? ¿Cómo… mi…?
—Sí, el segundo. Hace mucho tiempo. Estuvimos casados, ¿recuerdas?, en la calle Tyson.
—¡Mi tortolito! —Exclamó la señora Yerbas—. Sí que lo estuvimos. Pero ¡quítate esa espantosa melena y deja que te vea! ¿Dónde has estado todos estos años?
—En la jungla —dijo el león, echando la melena hacia atrás y tirándosela sobre el hombro.
—¿Qué clase de jungla, querido? ¿Una jungla moral? ¿Espiritual? ¡Oh, cuéntanoslo! —La señora Yerbas se inclinó con los senos por delante y se llevó los pequeños puños a las caderas, actitud que imaginaba ella resultaría atractiva. No andaba desencaminada, y el joven Cernícalo dio un paso hacia la izquierda para acercársele más.
—Creo haber oído que decía usted «la jungla» —dijo Cernícalo—. Y dígame, ¿es un lugar agreste? ¿O no lo es? Estamos siempre a merced de las palabras. Porque ¿diría usted que lo que para un hombre es la jungla para otro no es más que un campo de maíz con algún riachuelo y unos matojos?
—¿Qué clase de matojos? —inquirió el alargado señor Astillo.
—¿Y eso qué importancia tiene? —repuso Cernícalo.
—Todo es importante —lo amonestó el señor Astillo—. Todo. Forma parte de un esquema. El mundo está pervertido por culpa de la gente que piensa que hay cosas que importan y cosas que no. Todo es igual de importante. La rueda debe estar completa. Y las estrellas… Parecen pequeñas. Pero ¿lo son? No. Son enormes. Algunas son realmente inmensas. Precisamente, recuerdo…
—Señor Cernícalo —dijo la señora Yerbas.
—¿Sí, mi querida señora?
—Tiene usted un hábito perverso.
—¿Y cuál es, por el amor de Dios? Dígamelo para que pueda aniquilarlo.
—Está demasiado cerca, mi gatito, demasiado cerca. Cada uno tiene su pequeña zona, ¿sabe usted? Como las aguas territoriales, o los derechos de pesca. No la sobrepase, querido. Retírese un poco. Lo entiende, ¿verdad? La intimidad es muy importante.
El joven Cernícalo se puso del color de una langosta hervida y se apartó de la señora Yerbas, quien, volviendo la cabeza hacia él como si le perdonara, encendió una luz en su rostro, o eso le pareció a Cernícalo, y esa luz inflamó el aire a su alrededor con una sonrisa que fue como una erupción. Esto, a su vez, tuvo el efecto de atraer al deslumbrado Cernícalo de vuelta al lado de la señora Yerbas, donde permaneció solazándose en su belleza.
—Así está mejor —susurró ella.
Cernícalo asintió y tembló de la emoción hasta que el señor Yerbas, abriéndose paso entre un muro de invitados, le pisó bruscamente el empeine. Con un gemido de dolor, el joven Cernícalo se volvió buscando compasión en la dama sin par que tenía a su lado, pero descubrió que había trasladado su radiante sonrisa a su marido, en quien permaneció por un momento antes de darles la espalda a los dos y, apagando la luz, ponerse a observar la sala con un aire totalmente desprovisto de vida.
—Por otro lado —dijo el alto Astillo, dirigiéndose al hombre de la piel de león—, hay algo en la pregunta de ese joven… Esa jungla que dice… ¿podría explicarnos algo más?
—¡Oh sí! ¡Hazlo! —dijo resonando la voz de la señora Yerbas, que aferró la piel del león cruelmente.
—Cuando digo «jungla» —dijo el león—, me refiero al corazón. A quien debería preguntar es al señor Filomargo. La jungla en la que él ha estado es la propia tierra.
—Ah, la jungla —suspiró Filomargo, sacando mentón—, surcada de férreas montañas. Poblada de termitas, chacales y, por el Noroeste, de ermitaños.
—¿Y qué hacía usted allí? —dijo el señor Astillo.
—Seguía a un sospechoso. Un joven desconocido por estos lares. Veía su figura desdibujada tambalearse delante de mí, en medio de una tormenta de arena. A veces lo perdía. Otras veces me encontraba prácticamente a su lado, y me veía obligado a recular un tanto. O le oía cantar canciones absurdas, o gritar como si estuviera delirando… palabras como «Fucsia», «Excorio» y otros nombres. En ocasiones gritaba: «Madre» y una vez cayó de rodillas y exclamó: «¡Gormenghast, Gormenghast, vuelve a mí!». Mi misión no era detenerlo, yo sólo debía seguirle, porque mis superiores me informaron de que no tenía los papeles en regla, o incluso que no tenía papeles. Pero la segunda noche se levantó un viento terrible que me cegó, así que lo perdí en medio de una nube roja de arenisca. No pude volver a encontrarlo.
—Querido.
—¿Sí?
—Mire a Gomino.
—¿Por qué?
—Su pulida calva refleja un candelabro.
—Desde aquí yo no veo eso.
—¿No?
—No. Pero mire… a la izquierda veo una imagen diminuta, casi diría que es la cara de un joven de no ser porque no es normal que crezcan rostros en un techo.
—Sueños. Uno siempre vuelve a sus sueños.
—Pero el Fusta de Plata RK 2053722220… Halos de Luna, primero de los nuevos…
—Sí, ya lo conozco.
—Pero no había amor por ningún sitio.
—El cielo estaba plagado de aviones y, aunque algunos de ellos iban sin piloto, sangraban.
—Ah, señor Lino, ¿cómo está su hijo?
—Murió el miércoles pasado.
—Oh, perdóneme. Cuánto lo siento.
—¿En serio? Pues yo no. Nunca me gustó. Pero eso sí, era un excelente nadador. Capitaneaba el equipo de su escuela.
—Este calor es terrible.
—Ah, señora Cornejera. Permítame que le presente al duque Cornejero. Aunque tal vez se conocen ya.
—Sí, nos hemos visto muchas veces. ¿Dónde están los sandwiches de pepino?
—Permítame…
—Oh, perdone, he confundido su pie con una tortuga. ¿Qué está pasando?
—No, desde luego, no me gusta.
—El arte tendría que carecer de artificio, no de corazón.
—Yo soy un entusiasta de la belleza.
—Belleza, qué palabra tan obsoleta.
—Incurre usted en una petición de principio, profesor Salvaje.
—Yo no he pedido nada, ni he pedido su perdón. Ni siquiera he pedido que se me permita disentir. Disiento sin necesidad de pedir el permiso de nadie, y antes mendigaría ante un viejo ciego servil con las costillas marcadas al pie de una columna que pedirle nada a usted, señor. La verdad no está con usted, y además le huelen los pies.
—Tome ésta… y ésta —musitó el insultado, arrancando un botón tras otro de la chaqueta de su oponente.
—Qué bien nos lo pasamos —dijo el que había perdido los botones, poniéndose de puntillas y besando la barbilla de su amigo—. Las fiestas serían insoportables sin insultos, así que no te vayas, Harold. Me pones malo. ¿Qué es eso?
—Sólo es Marmolio, con sus imitaciones de pájaros.
—Sí, pero…
—Siempre, de alguna forma…
—Oh, no… No… Y sin embargo me gusta.
—Así que el joven escapó de mí sin saberlo —dijo Filomargo—. Ya juzgar por las dificultades que debe de haber pasado, seguro que está en algún lugar de la ciudad… ¿Dónde podría estar, si no? ¿Ha robado un avión? ¿Habrá sobrevolado el…?