—Gracias a Dios, todo ha terminado.
—¿El qué?
—Mi juventud. Ha durado demasiado, y se interponía en mi camino.
—¿En su camino, señor Afán? ¿En qué sentido?
—Ha durado demasiado —insistió Afán—. Unos treinta años. Ya sabe usted a lo que me refiero. Experimentar, experimentar, experimentar. Y ahora…
—¡Ah! —susurró alguien.
—Yo antes escribía poesía —confesó el tal Afán, un hombre pálido. Pareció que fuera a apoyar las manos en el hombro de su confidente pero la aglomeración se lo impidiese—. Me ayudaba a matar el tiempo.
—Pues la poesía —dijo una voz pontificia justo a su espalda— sirve justamente para detener el tiempo.
El hombre pálido, que se había sobresaltado ligeramente, se limitó a musitar:
—La mía no. —Y dicho esto, se volvió a mirar al caballero que lo había interrumpido. El rostro del desconocido era bastante inexpresivo; resultaba difícil creer que hubiera dicho nada. Pero ahora había otra lengua suelta.
—Hablando de poesía… —dijo esa lengua, que pertenecía a un hombre oscuro, cadavérico, excesivamente distinguido y con las narices hinchadas, con una larga mandíbula azulada y vista cansada—, esto me ha recordado un poema.
—Pues no entiendo por qué —dijo Afán con irritación, porque le habían interrumpido cuando estaba a punto de explayarse.
El hombre de la vista cansada ignoró el comentario.
—El poema que he recordado es uno que escribí yo mismo.
Un hombre calvo frunció el entrecejo; el individuo pontificio se encendió un cigarro, con el rostro tan inexpresivo como siempre; y una dama, con los lóbulos de las orejas destrozados por el peso de dos zafiros gigantes, entreabrió la boca en una mueca burlona y estúpida de expectación.
El hombre oscuro de la vista cansada cruzó las manos.
—No acabó de cuajar —dijo—… aunque tenía un algo… —Sus labios se crisparon—. Sesenta y cuatro estrofas. —Levantó la mirada—. Sí, sí… era muy, muy largo y ambicioso… pero no acabó de cuajar. ¿Y por qué…?
Hizo una pausa, no porque esperara sugerencias, sino para dar un suspiro largo y meditabundo.
—Yo les diré por qué, amigos míos. No acabó de cuajar porque en realidad era verso libre.
—¿Verso libre? —preguntó la dama, con la cabeza inclinada hacia delante por el peso de los zafiros. Estaba deseando ser útil—. ¿Era verso libre?
—Decía así —dijo el hombre oscuro descruzando las manos y volviéndolas a cruzar a la espalda al tiempo que ponía el talón de su pie izquierdo justo delante del dedo gordo de su pie derecho, de modo que formaran una línea continua de cuero—. Decía así. —Alzó la cabeza—. Pero no olviden que no es poesía… salvo quizá los tres versos cantados del final.
—Bueno, por el amor de Parnaso… Oigámoslo —terció la petulante voz del señor Afán, quien, habiendo sido despojado de su trueno, ya no tenía interés por guardar las formas.
—Aunque —dijo pensativo el hombre de la larga mandíbula azulada, que parecía pensar que el tiempo y la paciencia de los demás eran bienes inagotables, como el agua o el aire—, aunque —y se demoró en la palabra como una enfermera con un niño enfermo—, algunos dijeron que en su conjunto era como un canto, y lo elogiaron como la más pura poesía de nuestro tiempo…, de «materia incandescente», la calificó un caballero… Pero, ahí está la cuestión, ahí está la cuestión… ¿cómo puede uno saberlo?
—Ah —susurró una voz de cuajada y suero. Y un hombre con dientes de oro volvió los ojos a la dama de los zafiros e intercambiaron la mirada de inteligencia de quienes, por muy indignos que sean, se convierten en testigos de un momento histórico.
—Silencio, por favor —dijo el poeta—. Y escuchen con atención.
¡Una mula que reza! No le hagas caso;
ven a mí hasta que nuestro dorado artilugio de amor
sacuda sus siete latas y el mar
retire sus largas olas del bosquecillo de ruibarbos.
¡No es éste lugar para que hadas sensibleras
se sonrían tímidamente entre las setas!
Es tierra para demonios de bocas abiertas.
Es el lugar que largamente he ansiado, amor.
Aquí, donde el bosquecillo de ruibarbos
arroja su desdichado reflejo a las olas,
echaremos a volar las cometas de nuestro amor
sobre la tumba arenosa de quienes se perdieron en la ambigüedad.
Pues el amor madura en un bosquecillo de ruibarbos
en el que el alba arranca extraños destellos.
¡Oh, vívida esencia vegetal
tejida con colores que mueren en el instante en que nacen!
Perdidos en el venal silencio,
nuestros sueños se desinflan poco a poco en la verde atmósfera
y el vibrante globo de la imaginación, cual ballena azul,
no llega a tiempo con su preciosa carga de aire.
De las ciruelas silvestres del pensamiento,
nadie sabe cuál se arrugará y encogerá
para convertirse en una dulce pasa de sabiduría…
Pues en los apacibles huertos del amor, no hay necesidad de saberlo.
¿A qué invocar a Capricornio? Navega
por el rojo atlas del corazón, sólo entre las costillas,
donde los últimos coletazos de la tempestad
lo sacuden con violencia.
No es momento para lágrimas;
bástenos por hoy, mientras vagamos por estas playas granulosas
con contemplar el jugueteo parsimonioso de las olas,
como bestias nocturnas de fauces engalanadas.
Era evidente que el poema estaba aún en su etapa inicial. Lo novedoso de ver a un hombre de aspecto tan distinguido actuar de forma tan ostentosa, tan egocéntrica y tan desapegada a la vez había intrigado a Titus tan profundamente que había aguantado más que por lo menos treinta invitados desde que el poema había empezado. La dama de los zafiros y el señor Afán se habían escabullido hacía rato, pero un público flotante rodeaba al poeta, que mientras declamaba había dejado de ser consciente de lo que le rodeaba. No le hubiera importado lo más mínimo estar solo en la sala.
Titus apartó la mirada, con el cerebro agitándose en su cráneo, lleno de palabras e imágenes.