Si se hubiera topado con un mundo de dragones, Titus no se habría sentido más maravillado que ante aquellas fantasías de cristal y metal; y en más de una ocasión se volvió como si pudiera echar una última mirada al arrabal tortuoso y azotado por la pobreza que había dejado atrás. Pero el distrito de Trampamorro quedaba oculto entre las colinas, y las ruinas de Gormenghast flotaban en una bruma de espacio y tiempo.
Y sin embargo, aunque sus ojos brillaban por la emoción del descubrimiento, notaba también un cierto resentimiento… sí, resentimiento ante la idea de que aquel extraño lugar existiera en un mundo que no parecía tener referencias de su hogar y que, de hecho, parecía soberanamente autosuficiente. Una región que jamás había oído hablar de Fucsia ni de su muerte, ni de su padre, el conde melancólico, ni de su madre, la condesa, con su extraño silbido líquido que hacía que las aves silvestres acudieran desde bosquecillos distantes.
¿Eran coetáneos? ¿Eran simultáneos? Esos mundos, esos reinos… ¿es posible que los dos fueran reales? ¿No había puentes o territorios comunes? ¿Era el mismo sol el que brillaba sobre ambos? ¿Tendrían en común las constelaciones de la noche?
Cuando la tempestad se abatía sobre aquellas estructuras de cristal y la lluvia ennegrecía el cielo, ¿qué pasaba en Gormenghast? ¿Estaba seco? Y cuando el trueno resonaba en su hogar ancestral, ¿no oían ningún eco por aquellos parajes?
¿Y los ríos? ¿Estaban separados? ¿No había ni siquiera un afluente que se adentrara en otro mundo?
¿Dónde estaban los extensos horizontes? ¿Dónde palpitaban las fronteras? ¡Oh, terrible división! Lo cercano y lo lejano. La noche y el día. El sí y el no.
UNA VOZ: Oh, Titus, ¿es que no recuerdas?
TITUS: Lo recuerdo todo, excepto…
VOZ: ¿Excepto…?
TITUS: Excepto el camino.
VOZ: ¿El camino adónde?
TITUS: El camino a casa.
VOZ: ¿A casa?
TITUS: A casa, sí, donde el polvo se acumula y perviven las leyendas. Pero he perdido la orientación.
VOZ: Tienes el sol y la estrella del Norte.
TITUS: Pero ¿es el mismo sol? Y las estrellas, ¿son las mismas de Gormenghast?
Titus levantó la mirada y se sorprendió al ver que estaba solo. Tenía las manos cubiertas de un sudor frío, y el miedo a estar perdido y no tener ninguna prueba de su propia identidad le llenó de un súbito pavor.
Miró a su alrededor, a aquella tierra diáfana, desconocida, y entonces, con un suspiro, algo cruzó volando el cielo. No hizo ningún ruido, salvo el que haría una uña al rozar una pizarra, aunque pareció que pasaba tan cerca como una guadaña.
Y se posó, como una mota carmesí, en el extremo más alejado del desierto de mármol, donde refulgían las mansiones más apartadas. A Titus le había parecido que no tenía alas, aunque sí tanto una determinación como una belleza increíbles, a modo de un estilete o una aguja, y, cuando concentró su mirada en el edificio a cuya sombra se había posado, le pareció que veía no uno, sino un enjambre de aparatos.
Y así era. No sólo había allí toda una flota de artilugios con forma de pez, aguja, cuchillo, tiburón o astilla, sino también toda suerte de máquinas de superficie de curioso diseño.