DIECISIETE

Uno tras otro, los árboles iban pasando al compás de sus pasos. Bajo la sombra de los cedros su corazón era feliz. Envuelto en el frescor de aquel túnel. En medio de todo aquel peligro. Era feliz al recordar su niñez y la forma en que se había defendido en aquel tramo de hiedra. Feliz, a pesar de los espías con yelmos, aunque despertaban en él una sombría sensación de alarma.

Llevaba ya tanto viviendo gracias a su ingenio que era una persona muy distinta del joven que huyó de Gormenghast.

Le había parecido que la avenida era interminable, pero de pronto, inesperadamente, los últimos cedros quedaron atrás, como si unas grandes manos los hubieran empujado, y vio un vasto cielo que se alzaba sobre su cabeza. Y ante él, la primera de las «estructuras».

Había oído hablar de ellas, pero no esperaba algo tan distinto de los edificios que conocía, y menos aún de la arquitectura de Gormenghast.

Lo primero que llamó su atención fue un edificio verde claro, muy elegante, pero tan sencillo en su diseño que Titus no pudo hallar ningún lugar donde posar su mirada en aquella superficie resbaladiza.

Junto a este edificio había una cúpula de cobre con forma de iglú, de treinta metros de altura, con un mástil afilado y frágil como una araña reluciendo al sol. Un horrible cuervo estaba posado en el travesaño, y de vez en cuando manchaba con sus excrementos la brillante cúpula de debajo.

Titus se sentó a un lado del camino y frunció el ceño. Había nacido y le habían educado en la presunción de que los edificios eran antiguos por naturaleza y estaban y siempre habían estado en proceso de desmoronamiento. El polvo blanco que se colaba entre ladrillos que boqueaban; la carcoma de la madera. Las malas hierbas que desmembraban la piedra; la corrosión y el moho; la pintura desconchada; los colores desvaídos; la belleza de la decadencia.

No podía aguantar más tiempo sentado, pues su curiosidad era más fuerte que la necesidad de descansar, así que se puso en pie y, preguntándose por qué no habría nadie por allí, se dispuso a comprobar qué había más allá de la cúpula, porque el edificio se curvaba perdiéndose de vista como si quisiera ocultar algún gran círculo o una arena. Y, ciertamente, lo que vio ante sus ojos cuando empezó a rodear la cúpula se le parecía mucho, e hizo que se detuviera por puro asombro; era inmenso. Inmenso como un desierto gris, con una superficie de mármol que despedía una opaca luz apagada. Lo único que rompía aquel vacío era el reflejo de las estructuras que la rodeaban.

Los más alejados de aquellos edificios, es decir los que se extendían en un reluciente arco al otro lado del ruedo, no eran a ojos de Titus más grandes que sellos, espinas, caracoles, bellotas o minúsculos cristales, salvo por un gigantesco edificio que se elevaba por encima de todos los demás y que era como una caja de cerillas de color azul en su extremo superior.