Sin esperar órdenes de su cerebro, un demonio impulsó los pies de Titus hacia la densa maraña de árboles de las márgenes, y le hizo echar a correr por aquel gran bosque que parecía un parque, girando hacia aquí y hacia allá, hasta que se hubiera podido decir que estaba irremediablemente perdido, de no ser porque siempre lo estaba.
Pero cuando se dejó caer de rodillas por el agotamiento y apartó unas ramas, se encontró mirando al mismo camino del que había huido. No había nadie. Al cabo de un rato, Titus salió de su escondrijo y se plantó en medio de la calzada, como diciendo: «Que sea lo que Dios quiera». Pero no pasó nada, salvo que lo que había tomado por un viejo espino se levantó y se dirigió hacia él arrastrando los pies, seguido por una sombra como un cangrejo sobre el camino de piedra blanca. Cuando estuvo tan cerca de Titus que éste podría haberlo tocado estirando el pie, el arbusto habló.
—Soy un mendigo —dijo, y el suave rechinar de su espantosa voz hizo que a Titus le diera un vuelco el corazón—. Por eso extiendo mi brazo ajado. ¿Lo ves? ¿Tú dirías que es bonito, con esa garra en el extremo?…, ¿lo ves?
El mendigo miró a Titus a través de los círculos rojos de sus párpados, agitando su nudoso puño y abriéndolo con la palma hacia arriba, que era como el delta de un río seco y maloliente. Su parte central era una especie de callo, un círculo endurecido que hablaba del paso de muchas monedas por ella.
—¿Qué quieres? —Dijo Titus—. No tengo dinero para ti. Pensaba que eras un simple espino.
—¡Te clavaré mis espinas! —Amenazó el mendigo—. ¿Cómo te atreves a rechazarme? A mí, un emperador. Perro, sinvergüenza, mestizo. Vacía tu oro en mi garganta sagrada.
«¡Garganta sagrada! ¿Qué habrá querido decir con eso?», pensó Titus, pero sólo un momento, porque de pronto el mendigo ya no estaba allí, sino a seis metros de distancia, mirando al camino blanco, con más aspecto de arbusto que nunca. Uno de sus brazos estaba doblado, como una rama, y la zarpa del extremo estaba ahuecada detrás de la oreja.
Y entonces Titus lo oyó… el zumbido distante de una máquina veloz. Unos instantes después, un coche amarillo con forma de tiburón se materializó a toda velocidad por el sur.
Pareció como si el arisco y anciano mendigo estuviera a punto de ser atropellado, porque estaba en medio del camino con los brazos extendidos como un espantapájaros, pero el tiburón amarillo pasó rodeándolo a toda velocidad y el conductor, o lo que parecía el conductor, porque al volante sólo había algo cubierto por una sábana, lanzó una moneda al aire.
Y desapareció tan silenciosamente como había llegado. Titus volvió el rostro hacia el mendigo, que había recogido la moneda. Viendo que lo observaba, miró al joven harapiento de soslayo y le sacó una lengua que parecía la lengüeta mohosa de una bota. Y luego, para asombro de Titus, el sucio anciano echó la cabeza hacia atrás, dejó caer la moneda en su boca y se la tragó.
—Dime, sucio anciano —dijo Titus en voz baja, pues lo embargaba una intensa ira, y el deseo de aplastar a aquella criatura bajo sus pies—, ¿por qué te comes el dinero? —Y dicho esto, cogió una piedra del lado del camino.
—Mocoso —le soltó el mendigo al cabo—. ¿Crees que gastaría mi riqueza? Perro sarnoso, las monedas son demasiado grandes para atravesarme. Demasiado pequeñas para matarme. Demasiado pesadas para perderse. Soy un mendigo.
—Eres una parodia —dijo Titus—. Y cuando mueras, la tierra volverá a respirar tranquila.
Titus dejó caer la pesada piedra que había cogido por la ira y, sin mirar ni una vez atrás, siguió el camino de la derecha, donde, con un suspiro prodigioso, una avenida de cedros lo inhaló como si fuera un mosquito.