Titus volvió por la arcada, cruzó el patio salió al exterior, avanzó hasta que se encontró en una telaraña de senderos tortuosos y, después de mucho caminar, al cabo fue a parar a una amplia calzada empedrada.
Desde allí veía el río, mucho más abajo, y el humo que subía en penachos rosados desde un sinfín de chimeneas.
Pero Titus dio la espalda a la vista y, mientras caminaba, dos largos vehículos que iban en paralelo pasaron velozmente a su lado sin hacer el menor ruido. No habría entre ellos más de tres centímetros de separación.
En la parte posterior de cada uno de los coches, muy tiesas, iban sentadas dos mujeres oscuras, enjoyadas, de grandes pechos, y no tenían ojos para el paisaje que pasaba veloz ante ellas, sino que se miraban sonriendo con una determinación malsana.
Muy por detrás de los coches, cada vez más lejos, un perro pequeño, negro y feo, con las patas demasiado cortas para el cuerpo que tenía, corría con una actitud ridícula por el medio del camino tortuoso.
Mientras Titus seguía adelante y los árboles se cerraban a ambos lados, se maravilló ante el cambio que le había sobrevenido. El remordimiento que lo embargaba como una negra nube se había consumido, y sentía un burbujeo en la sangre, una ligereza en el paso. Él sabía que era un desertor, un traidor a su estirpe, la «vergüenza» de Gormenghast. Sabía el daño que había causado al castillo, a las mismas piedras de su hogar, a su madre… todo esto lo sabía en su mente, pero no le afectaba.
Ahora sólo era capaz de ver que era una realidad… que jamás podría volver atrás.
Era lord Titus, septuagésimo séptimo conde de Gormenghast, pero también era parte de la vida, una ramita, un aventurero, preparado para amar u odiar; para utilizar su audacia en un mundo desconocido; para lo que fuera.
Eso es lo que había más allá de los lejanos horizontes. El meollo de todo. Nuevas ciudades y nuevas montañas; nuevos ríos y criaturas. Nuevos hombres y mujeres.
Pero entonces una sombra cayó sobre su semblante. ¿Cómo es posible que fueran tan autosuficientes aquellas mujeres de los coches, o Trampamorro con su zoo, sin tener conocimiento de la existencia de Gormenghast, que, por supuesto, era el centro de todo?
Titus siguió avanzando, y su sombra avanzaba tras él por la hermosa piedra blanca del camino, hasta que llegó prácticamente a una intersección: a la izquierda, un remanso de grandes robles; a la derecha… Pero Titus no pudo poner su atención en los árboles, ni en ninguna otra cosa, porque, moviéndose con una espeluznante tranquilidad, dos altas figuras salieron de las sombras, idénticas en todo, con la densa sombra de los yelmos proyectándose sobre sus ojos y unos cuerpos que se desplazaban con suavidad sobre el suelo.