CATORCE

Titus siguió a un grupo de sirvientes a través de la arcada y salieron al otro lado, donde el alboroto era insoportable.

A poco menos de quince metros se encontraba Trampamorro, a lomos de un ciervo moteado, una criatura de aspecto tan feroz y poderoso como su amo, quien se sujetaba a la cornamenta del animal con una mano y con la otra gesticulaba dando instrucciones a algunos hombres. Bajo su dirección, éstos ya habían empezado a reparar los barrotes doblados de las jaulas, al fondo de las cuales los alborotadores se lamían las heridas, con unas muecas espantosas en el rostro.

Muy lentamente, el ruido fue remitiendo y Trampamorro, dando la espalda a la escena, divisó a Titus y lo llamó con gesto imperioso. Pero éste, que en aquel instante estaba a punto de acercarse a saludar a aquel bellaco intelectual sentado a lomos de un ciervo como un dios asolado, permaneció donde estaba, pues no vio razón para acudir como un perro al sonido de un silbido.

Al ver que el joven vagabundo no respondía, Trampamorro sonrió y, haciendo dar un rodeo al animal, se dispuso a pasar de largo como si su invitado no estuviera allí. Pero Titus pensó entonces que su anfitrión de aquella noche había evitado que lo prendieran, y le había alimentado y dado cobijo. Así que alzó la mano como si quisiera detener al ciervo. Mientras miraba el rostro del jinete, se dio cuenta de que hasta ese momento no lo había visto realmente, porque ya no se sentía cansado, sus ojos no estaban empañados y su cabeza, sorprendentemente centrada, agrandaba las cosas en lugar de empequeñecerlas… la cabeza de gran tamaño, con su mata de pelo negro, la nariz como un timón y los ojos salpicados de pequeñas motas, como diamantes o esquirlas de cristal, la boca grande, severa, sin labios, con una movilidad casi blasfema, porque nadie con una boca semejante podía rezar en voz alta a ningún dios, no estaba hecha para rezar. Aquella cabeza era como una amenaza o un desafío a todo ciudadano decente.

Titus estaba a punto de dar las gracias al tal Trampamorro, pero al fijarse en su rostro accidentado, supo que sus palabras no obtendrían respuesta, y el propio Trampamorro le comunicó motu proprio que era como un huevo blando y pasado si se imaginaba que había movido nunca un dedo por ayudar a nadie, y menos aún a un vagabundo harapiento salido del río.

Si le ayudó fue sólo para entretenerse y pasar el rato, porque la vida puede ser muy aburrida sin actividad, y la actividad muy aburrida sin riesgo.

—Además —siguió diciendo, mirando por encima del hombro de Titus a un babuino que estaba más allá—, no me gusta la policía. Me desagradan sus pies. Me desagrada ese tufillo a cuero, aceite y piel, alcanfor y sangre. Me desagradan los funcionarios. No son nada, mí querido muchacho, no son más que la escoria de la tierra, gente con cabezas pequeñas y estómagos sucios. Nacidas de la oscuridad.

—¿El qué? —preguntó Titus.

—No tiene sentido erigir una estructura —dijo Trampamorro, haciendo caso omiso de la pregunta de Titus—, si no hay quien la eche abajo. No hay ningún valor en una norma si no es el de transgredirla. La vida no tiene ningún sentido si al final de ella no está la muerte. La muerte, querido joven, asomada al borde del mundo, sonriente como un osario.

Trampamorro apartó su vista del babuino y tiró de la cornamenta del alce hasta que la cabeza del animal quedó mirando al cielo. Y entonces se volvió a Titus.

—No me atosigues con tu gratitud, querido joven. No tengo tiempo para…

—No se preocupe —lo atajó Titus—. Nunca le daré las gracias.

—Entonces, vete.

La sangre afluyó al rostro de Titus; sus ojos centellearon.

—¿Con quién se cree que está hablando? —inquirió en un susurro.

Trampamorro alzó la vista con gesto brusco.

—Bueno, ¿con quién estoy hablando? Tus ojos centellean como los de un mendigo o… un señor.

—¿Por qué no? —Dijo Titus—. Es lo que soy.