TRECE

El camello y la mula bajaron sus terribles cabezas, se dirigieron hacia la arcada y pasaron por ella lado a lado.

¿Qué pasó por el interior de aquellas dos cabezas? Una especie de satisfacción, tal vez, porque, después de tantos años de cautiverio, al fin habían podido desahogar su malicia ancestral y clavar sus dientes en el enemigo. Y, quizá, también sintieron un cierto placer al intuir la amargura que estaban despertando en el pecho de los otros animales.

Salieron de la extensa arcada por el lado sur y quedaron a la vista de al menos una veintena de jaulas.

La luz del sol caía como una gasa dorada sobre aquel zoo. Los barrotes de las jaulas eran como lingotes de oro y las bestias y los pájaros parecían aplanados bajo los brillantes y oblicuos rayos solares, de forma que semejaban siluetas de cartón coloreado o láminas recortadas sacadas de las páginas de algún libro de zoología.

Todas las cabezas se habían vuelto hacia los dos díscolos: testuces peludas y calvas; picudas y astadas; escamosas y emplumadas. Todas se habían vuelto y, sin embargo, no hicieron el más mínimo movimiento.

Pero el camello y la mula no estaban avergonzados. Habían probado la libertad, habían probado la sangre, y fueron pavoneándose con una indescriptible arrogancia hacia sus jaulas, con sus belfos gruesos y azulados levantados sobre los dientes repugnantes, los ollares dilatados y los ojos ambarinos por el orgullo.

Si el odio hubiera podido matarlos hubieran muerto cien veces mientras se dirigían a sus jaulas. El silencio era como la respiración contenida en las costillas.

Y entonces se rompió, porque un agudo chillido traspasó el aire como una esquirla, y el mono, a quien pertenecía la voz, sacudió los barrotes de su jaula con manos y pies en un acceso de celos, haciendo que se zarandeara, mientras el grito se prolongaba y otras voces se unían a él y reverberaban por las jaulas, hasta que toda clase de animales formaron parte de la algarabía.

Los trópicos ardían y estallaban en ancestrales disputas. Lianas fantasmales se doblaban rezumando veneno. La jungla aullaba y cada aullido recibía otro por respuesta.