DOCE

Titus se irguió al punto y miró con incredulidad el trasero de aquella enorme bestia peluda que se azotaba el cuerpo tan despiadadamente con la cola. Un grupo de músculos que raramente entraban en acción se movían, ora aquí, ora allá, por la grupa temblorosa. El animal estaba luchando contra algo que había del otro lado de la puerta, hasta que centímetro a centímetro consiguió salir de nuevo al patio, llevándose buena parte de las jambas consigo. Y, en todo momento, el sonido espantoso y nauseabundo del odio, porque algo se agita en el pecho de mulas y camellos cuando notan el olor del otro que los saca de quicio.

Titus, poniéndose en pie de un salto, cruzó la habitación y observó con reverencia a los antagonistas. No era ajeno a la violencia, pero había algo especialmente horrible en aquel duelo. Allí estaban, ni a diez metros de distancia, enzarzados en un mortal cuerpo a cuerpo, un enfrentamiento sin mesura.

En aquel camello estaban todos los camellos que han sido. Cegado por el odio, más allá de su propia capacidad de invención, el animal estaba combatiendo a un mundo entero de mulas; de mulas que desde el principio de los tiempos han enseñado sus dientes a su enemigo intrínseco.

¡Qué escenario aquel patio adoquinado! Dorado y cálido bajo los rayos solares, con un tropel de gorriones congregados en el canalón del edificio; la morera solazándose al sol, con las hojas muy quietas, mientras aquellas dos bestias luchaban a muerte.

El patio se había llenado de sirvientes curiosos, y hubo gritos, y gritos que respondían a estos gritos, y luego se hizo un terrible silencio, porque todos vieron que los dientes de la mula se habían clavado en el cuello del camello. Luego se oyó una especie de siseo, como cuando la marea es succionada desde el interior de una cueva, arrastrar de guijarros, ruido de piedrecillas.

Y sin embargo, ese mordisco que hubiera matado a una veintena de hombres no pareció más que un pequeño incidente en la batalla, pues ahora era la mula quien yacía bajo el peso de su enemigo y sufría fuertes dolores, porque una coz y un paralizador cabezazo le habían partido la mandíbula.

Asqueado pero exaltado, Titus salió al patio y lo primero que vio fue a Trampamorro. Aquel caballero estaba dando órdenes con un peculiar desapego, sin importarle el hecho de ir completamente desnudo, salvo por el casco de bombero. Algunos sirvientes estaban desenrollando una manguera vieja pero de aspecto poderoso, uno de cuyos extremos ya había sido sujetado a una enorme boca de riego de bronce. El otro borboteaba en manos de Trampamorro.

Con la boca dirigida hacia la doble criatura, la manguera empezó a retorcerse y saltar como un congrio y, de pronto, un surtidor de agua fría como el hielo atravesó el patio.

El surtidor blanco se clavó aquí y allá, como una daga, hasta que mula y camello, como si la hoguera de su mutuo odio se hubiera apagado, aflojaron la presión y se levantaron muy despacio, sangrando abundantemente, rodeados por una nube de calor animal.

Todos los ojos se volvieron hacia Trampamorro, que se quitó el casco de latón y lo apoyó contra el pecho.

Como si esto no fuera ya bastante peculiar, a continuación Titus vio cómo Trampamorro ordenaba a sus sirvientes que cerraran el agua, se sentaran en el suelo del patio mojado y guardaran silencio, y todo esto únicamente mediante el lenguaje de sus expresivas cejas. Sólo entonces, y quizá esto sea lo más peculiar, Titus oyó con sorpresa que aquel hombre desnudo se dirigía a las dos bestias temblorosas de cuyas grupas se elevaban grandes nubes de vapor.

—Mis atávicos y desmedidos amigos —susurró con una voz como lija—. Sé muy bien que cuando os oléis el uno al otro os inquietáis, os volvéis irracionales y entonces vais… demasiado lejos. Reconozco la madurez de vuestra sangre; la oscuridad de vuestra ira innata; los abismos de vuestra cólera. Pero escuchadme con esos oídos vuestros y clavad vuestros ojos en mí. Por grande que sea la tentación, por primordial que sea tu anhelo —y aquí se dirigió al camello—, no tienes excusa en un mundo que está cansado de excusas. No tendrías que haber arremetido contra los barrotes de tu jaula y, tras destrozarlos, descargar tu mal humor sobre nuestra mula. Y tú —dijo dirigiéndose a la mula— no tendrías que haber fomentado este alboroto gritando con tan impío deseo de pelea. ¡No pienso consentirlo, amigos míos! Basta de peleas. Después de todo, ¿qué habéis hecho vosotros por mí? Muy poco, si es que habéis hecho algo. Yo, en cambio, os he alimentado con frutas y cebolla, he rascado vuestros lomos con podaderas, he limpiado vuestras jaulas con palas de empuñadura de nácar y os he protegido de carnívoros y de águilas. ¡Oh, cuánta ingratitud! ¡Vil e impenitente! Así que os habéis escapado, sí… y habéis vuelto a vuestros antiguos hábitos.

Las dos bestias se pusieron a arrastrar las patas, la una con sus pezuñas almohadilladas, del tamaño de un escabel; la otra con sus cascos coriáceos.

—¡Volved a vuestras jaulas! O, por la luz amarilla de vuestros perversos ojos, haré que os afeiten y os salen. —Y dicho esto señaló a la arcada por la que habían entrado en el patio, la que unía éste con las seis hectáreas de terreno donde animales de todo tipo andaban arriba y abajo en sus angostas jaulas o se acuclillaban sobre largas ramas al sol.