Cuando despertó, la luz entraba a raudales en la habitación. Una sábana le cubría hasta la barbilla. Sobre un barril que había a su lado descansaba su única posesión: una piedra con forma de huevo de la Torre de los Pedernales de Gormenghast.
El hombre con la oreja mutilada entró de repente.
—Hola, rufián —dijo—. ¿Estás despierto?
Titus asintió.
—Nunca había visto a un espantajo dormir tanto.
—¿Cuánto? —inquirió Titus incorporándose sobre un codo.
—Diecinueve horas —respondió el hombre—. Aquí tienes tu desayuno. —Dejó una bandeja junto a la tumbona y se dio la vuelta, pero se detuvo al llegar a la puerta—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Titus Groan.
—¿Y de dónde vienes?
—De Gormenghast.
—Ésa es la palabra, desde luego. «Gormenghast». Si no la has dicho veinte veces no la has dicho ninguna.
—¡Cómo! ¿En sueños?
—En sueños. Una y otra vez. ¿Dónde está ese sitio, chico? Ese Gormenghast.
—No lo sé —confesó Titus.
—Ah —dijo el hombrecito sin un trozo de oreja, y miró de soslayo a aquel joven desde debajo de sus cejas—. Conque no lo sabes, ¿eh? Qué curioso. Pero ahora toma tu desayuno. Debes de estar tan hueco como un timbal.
Titus se sentó y se puso a comer, y mientras lo hacía alargó el brazo y pasó su mano por los familiares contornos de la piedra. Era su único punto de apoyo. Como un microcosmos de su hogar.
Mientras la aferraba, no por debilidad o por sentimentalismo, sino por su consistencia, como prueba de su presencia, mientras el sol de mediodía se filtraba por un lado u otro de la habitación, un pavoroso sonido llegó del patio y el umbral de la pieza se oscureció. Pero la causa no fue la figura del hombre con la oreja mutilada, sino algo mucho más rotundo: los cuartos traseros de una enorme mula.