Fue entonces cuando Titus despertó, levantó la cabeza y no vio nada, salvo el resplandor del cielo del amanecer y la profusión de estrellas.
¿Qué utilidad podían tener? Su estómago rugía de hambre y él temblaba de frío. Se apoyó sobre un codo y se humedeció los labios. Sus ropas mojadas se pegaban a su cuerpo como algas. El olor ácido del cuero mohoso penetró por fin en su conciencia y entonces, como si quisiera ofrecerle algo diferente, se encontró mirando al rostro de un hombre grandullón con un timón por nariz que, un momento después, había saltado al asiento delantero y se había situado en una posición prácticamente horizontal. Tumbado de esa guisa, el hombre se puso a apretar botones, cada uno de los cuales, en respuesta a la acción del dedo, contribuyó a crear un tumulto insoportable para el tímpano. En el punto álgido de esta cacofonía, el coche petardeó con tal violencia que, a seis kilómetros de allí, un perro se revolvió en sueños, y entonces, con un movimiento que hizo que el capó subiera y volviera a bajar con estrépito metálico, aquella criatura salvaje se sacudió, como si estuviera empeñada en su propia destrucción, se sacudió, rugió, y saltó hacia adelante, alejándose por callejas tortuosas aún mojadas y a oscuras por las sombras de la noche.
Una calle tras otra desaparecían velozmente a su paso por la ciudad que despertaba; volaban hasta ellos y rompían contra la proa del capó. Las calles, las casas pasaban veloces a ambos lados y Titus, aferrándose a una vieja manija de latón, boqueaba porque el aire penetraba en sus pulmones como agua helada.
Era todo cuanto Titus pudo hacer a fin de persuadirse a sí mismo de que alguien guiaba el vehículo, puesto que no podía ver al conductor. Parecía como si el coche tuviera vida propia y decidiera por sí mismo. En cambio, sí vio que, en lugar de una mascota normal, aquel extraño que le llevaba —aunque ignoraba adónde o por qué— lucía sujeto a la tapa de latón del radiador el cráneo descolorido de un cocodrilo. El aire frío silbaba entre sus dientes y la larga testa de aquel cráneo estaba iluminada por el sol.
Porque ahora el sol se veía claramente en el horizonte, seguía alzándose mientras el mundo pasaba raudo, y por primera vez Titus fue consciente de la naturaleza de la ciudad a la que había llegado flotando como una rama muerta.
Una voz pasó atronando por sus oídos: «¡Agárrate fuerte, pobretón!», y se perdió en el aire frío mientras el coche trazaba un bucle increíble una vez y otra, y las paredes se encabritaban ante ellos, para acabar desapareciendo en un elevado torrente de piedra; y entonces, al fin, tras pasar bajo una arcada, el coche giró, aminoró la marcha y se detuvo en un patio amurallado.
El suelo estaba adoquinado, si bien entre los adoquines crecía la hierba.