Obviamente el viejo jorobado no sabía qué hacer con aquel visitante salido de la nada. Por la forma en que había aferrado a Titus para sacarlo del bote se hubiera podido pensar que, pese a su edad, era un hombre de ingenio y acción. Pero no. Lo que hizo fue algo que en lo sucesivo nunca dejaría de maravillarlo a él y a sus amigos, pues era de todos sabido que más bien se trataba de un hombre torpe e ignorante. Y así, ahora que el peligro había pasado, volvía a ser él mismo y se quedó de rodillas, contemplando a Titus con gesto impotente.
Más abajo, en el río se habían encendido las antorchas y el agua reflejaba una luz rojiza. Los cormoranes, liberados de sus jaulas de mimbre, se deslizaban sobre la superficie y se zambullían en el agua. Una mula, recortada contra la luz de una antorcha, levantó la cabeza y enseñó sus dientes repugnantes.
Trampamorro, el dueño del vehículo, se había ido acercando al jorobado y al joven, y estaba ahora inclinado sobre Titus, no con gesto amable o preocupado, o eso parecía, sino con aire distante… incluso orgulloso, frente a la desdicha del otro.
—Al coche con él —musitó—. No tengo ni idea de lo que es, pero tiene pulso.
Trampamorro retiró índice y pulgar de la muñeca de Titus y señaló su coche largo y vibrante con un imponente gesto.
Dos mendigos, abriéndose paso entre la multitud que se había congregado en torno a la figura postrada de Titus, apartaron al viejo, levantaron al joven conde de Gormenghast, tan harapiento como ellos mismos, cual saco terrero, y fueron arrastrando los pies hasta el coche para colocarlo en la popa del indescriptible vehículo… un caos de cuero mohoso, hojas mojadas, viejas jaulas, muelles rotos, herrumbre y porquería en general.
Trampamorro, siguiéndolos a grandes zancadas, lentas y arrogantes, estaba ya a medio camino de su diabólico vehículo cuando una franja de oscuridad se desplazó en el cielo y el borde escarlata de un enorme sol se abrió paso como la hoja de una navaja, y al punto, los botes y sus tripulaciones, los hombres de los cormoranes y sus aves con cuello de botella, los juncos y las márgenes cenagosas, las acémilas y los carros, las redes y los arpones y hasta el propio río parecieron encenderse.
Pero Trampamorro no tenía ojos para todo aquello y por lo que respecta a Titus eso fue bueno, porque, al dar la espalda al espectáculo del amanecer como si tuviera tanto interés como un viejo calcetín, gracias a la luz de aquello mismo que desdeñaba, vio a dos hombres que se acercaban con rapidez y suavidad, con yelmos en sus cabezas idénticas y unos pergaminos enrollados en la mano.
Trampamorro enarcó las cejas, y su frente chata quedó tan arrugada como el cuero de la parte posterior de su coche. Volvió entonces la vista hacia el vehículo, como para calcular la distancia, y siguió adelante, alargando de forma casi imperceptible cada paso.
Los dos hombres que se acercaban no parecían caminar, era como si flotaran, tal era la suavidad con que avanzaban, y los pescadores que aún estaban en el muelle empedrado se apartaban para dejarles pasar, porque avanzaban inexorablemente hacia donde estaba Titus.
¿Cómo sabían que estaba en el coche? Es difícil decirlo, pero lo sabían, y con los yelmos refulgiendo bajo los rayos del sol, avanzaban hacia él con una terrible determinación.