Ciertamente, la ciudad despertaba entonces y, saliendo de la oscuridad, hicieron su aparición en el muelle unas figuras; algunas a pie, abrazándose por el frío; otras en desvencijados carros tirados por mulas, grandes bestias cuyos ollares se dilataban por el aire frío, y cuyos huesos tensaban la vasta piel de la grupa, con la mirada desbocada y el aliento agrio.
Y había algunas, en su mayor parte ancianos consumidos, que se desprendían de las sombras como si la oscuridad los escupiera. Se dirigían hacia el río en carretillas impulsadas por sus hijos y los hijos de sus hijos; o en carros, carromatos o carretas tiradas por burros. Todos ellos con sus redes o sus sedales, mientras las ruedas traqueteaban sobre el empedrado del embarcadero y el alba iba cobrando fuerza. También un vehículo a vapor largo y sombrío que emergió con un chirrido de las sombras. Su capota era del color de la sangre. Su agua hervía. Relinchaba como un caballo y se sacudía como si estuviera vivo.
El conductor, un hombre grande, demacrado, con una nariz que recordaba un timón, mandíbula cuadrada y miembros largos y musculosos, parecía ajeno al estado de su automóvil o al peligro que suponía para sí mismo o para el conglomerado de individuos que se apretujaban entre sus redes en la «popa» podrida del aciago artefacto.
Pero no iba sentado, sino que conducía prácticamente tumbado, con los pies apoyados ociosamente sobre el embrague y el pedal del freno. No bien detuvo el vehículo, como si el rebuzno de un burro distante fuera una señal, bajó del asiento del conductor a un lado del coche siseante y se desperezó, estirando tanto los brazos que por un momento pareció un oráculo ordenando al sol y la luna que mantuvieran las distancias.
¿Por qué con tanta frecuencia se molestaba en bajar al alba hasta los escalones del río y ayudar a los mendigos que quisieran subirse en la destartalada popa de su coche? Es difícil saberlo, pues básicamente era un hombre poco compasivo, un hombre hiriente, descarado y desapasionado, que jamás llevaba a nadie a su lado en la parte delantera del vehículo, salvo ocasionalmente un viejo mandril.
Tampoco pescaba. Ni tenía ningún deseo de contemplar la salida del sol. Se limitaba a aparecer entre las sombras de la noche y encendía una vieja pipa negra, mientras los desamparados y los hambrientos iban descendiendo a la orilla hasta cubrirla como una oscura marea y la primera gota de sangre aparecía en el horizonte.
Aquella mañana en particular, mientras estaba allí de pie con los brazos en jarras, mientras observaba cómo eran empujados los botes al agua y la oscura espuma se abría bajo la acción de las proas, vio al jorobado, arrodillado en los escalones, con un joven postrado a sus pies.