Nada supo de buena parte de lo que sucedió durante aquella noche. Nada de la forma en que su pequeña embarcación giró y giró. Nada de la ciudad que se deslizaba hacia él. De los grandes árboles que flanqueaban el río por ambas orillas, con sus raíces marmóreas que entraban y salían del agua retorciéndose y brillaban a la luz de la luna; del jorobado que, en la semioscuridad, donde los escalones se introducían en la corriente, dio la espalda a la mísera red que trataba de desenredar y, al ver un bote aparentemente vacío que se dirigía hacia él, con la popa apuntándolo, se metió chapoteando en el agua, aferró los escalamos y luego cogió al joven, con asombro, para sacarlo de su cuna iluminada por la luna, dejando que la embarcación se alejara con rapidez por el ancho río.
Titus no supo nada de todo esto; no supo que el hombre que le había salvado miró con gesto inexpresivo al andrajoso vagabundo que tenía a sus pies en los escalones que bajaban hasta el agua, pues ahí fue donde dejó aquel montón de fatiga.
De haber agachado el anciano la cabeza tal vez hubiera oído un sonido distante y notado el temblor de los labios de Titus, porque el joven musitaba para sus adentros:
¡Despierta, maldita ciudad…, aporrea tus campanas! ¡Voy a comerte!