A cierta distancia del pie de Titus, el lustroso caparazón de un escarabajo, minúsculo y heráldico, reflejaba los rayos de la luna. Su sombra, tres veces más larga que su cuerpo, rodeó una piedrecilla y trepó por una brizna de hierba.
Titus se puso de rodillas, con el regusto de un sueño que sólo había dejado remordimiento, aunque no recordaba nada, salvo que era sobre Gormenghast, una vez más. Cogió un palo y se puso a dibujar en la tierra con un extremo, y la luz de la luna era tan intensa que cada línea que trazaba era como una estrecha trinchera llena de tinta.
Al ver que había dibujado una especie de torre, se palpó de forma involuntaria el bolsillo, buscando la piedra que había llevado consigo, como para demostrarse que su infancia era algo real, y que la Torre de los Pedernales seguía alzándose, como había hecho durante siglos, por encima de cualquier otra edificación de su antiguo hogar.
Titus alzó la cabeza, paseó por primera vez la vista sobre lo que le rodeaba, y entonces sus ojos siguieron en dirección norte, recorriendo las grandes pendientes fosforescentes de robledos y encinas, hasta que se posaron sobre una ciudad.
Era una ciudad dormida, sumida en un mortal silencio y el vacío de la noche. Titus se puso en pie y tembló al verla, no sólo por el frío, sino por la extrañeza de pensar que, mientras él dormía, mientras trazaba líneas sobre el suelo, mientras observaba al escarabajo, aquella ciudad había estado allí todo el tiempo, y con tan sólo volver la cabeza sus ojos se hubieran llenado de cúpulas y agujas de plata; de suburbios relucientes; de parques, arquerías y un río sinuoso. Y de las laderas de una gran montaña, poblada de bosques canosos.
Pero, mientras contemplaba las altas pendientes de la ciudad, sus sentimientos no eran los de un niño o un joven, ni los de un adulto con inclinaciones románticas. Sus respuestas ya no eran claras y sencillas, porque había pasado por muchas cosas desde que escapara del ritual, y ya no era niño o adolescente, sino que, por causa de su conocimiento de la tragedia, la violencia y la conciencia de su propia perfidia, era mucho más que eso, aunque menos que un hombre.
Arrodillado en aquel lugar, Titus parecía perdido. Perdido en la luminosa noche. Perdido en su distanciamiento. Perdido en una franja espacial en la que la ciudad reposaba como un todo, segura en su cohesión, como una inmensa criatura bañada por la luz de la luna que respiraba en sueños con un único aliento.