Se volviera a donde se volviese, norte, sur, este u oeste, sus puntos de referencia no tardaron en quedar atrás. El montañoso perfil de su hogar, aquel desgarrado mundo de torres, junto al liquen gris y la hiedra negra, así como el laberinto que alimentaba sus sueños y el ritual que fue su vida y su perdición, toda su infancia, habían desaparecido.
Ya no eran más que un recuerdo; una discrepancia; un ensueño, o el sonido de una llave al girar en una cerradura.
Titus siguió su camino, yendo de orillas doradas a orillas heladas, por regiones sumidas en un polvo suntuoso y tierras ásperas como el metal. A veces sus pasos no se oían, otras, resonaban sobre la piedra. A veces un águila lo observaba desde una roca, otras, un cordero.
¿Dónde está ahora? ¿Dónde está Titus el Abdicador? ¡Sal de las sombras, traidor, y asómate a los salvajes confines de mi cerebro!
Esté donde esté, no puede saber que, a través de puertas infestadas de gusanos y paredes agrietadas, a través de ventanas reventadas que boquean ablandadas por la podredumbre, una tormenta se abate sobre Gormenghast. Erosiona las baldosas; agita el foso sombrío; arranca las largas vigas de sus soportes ruinosos, y ¡aúlla! No puede saber de las múltiples acciones que tienen lugar en su casa, momento a momento.
Un caballito de madera, enjaezado de telarañas, se mece en un desván ventoso y vacío.
Ignora también que, mientras él vuelve la cabeza, tres ejércitos de hormigas negras, en orden de batalla, marchan como sombras sobre los lomos de una gran biblioteca.
¿Acaso ha olvidado el lugar donde los petos de las armaduras bullen como la sangre en el interior de los párpados y las inmensas cúpulas reverberan al sonido de la tos de una rata?
El sólo sabe que atrás, en el lugar más remoto del horizonte, ha dejado algo desmesurado; algo brutal; algo tierno; algo que es mitad realidad, mitad sueño; la mitad de su corazón; la mitad de sí mismo.
Y, durante todo el camino, la risa lejana de una hiena.