Lo que Rob creía que era Raymond’s en realidad era Chadwick’s Antigüedades y Segunda mano, aunque en sus comienzos, un siglo atrás, había sido la mejor tienda de ropa de Harrow. En el suelo de la entrada seguían leyéndose las palabras «MADAME CLAIRE» en el mosaico desvaído, rodeando otra palabra apenas legible: «MODAS». Ahora, los dos amplios escaparates donde había habido en tiempos maniquíes eduardianos sin cabeza (los sombreros se mostraban en expositores aparte, como pasteles), estaban atestados de muebles viejos, armarios toscos de pino sin desbastar, mesas apiladas sobre mesas, entre los cuales podían verse objetos aislados, un busto de escayola de Beethoven o una bandeja de cristal para tartas, todo ello expuesto a veces al público del modo más anodino. Rob nunca había visto a Hector Chadwick en persona; siempre veía a Raymond, cuando estaba en la zona, o si Raymond le hacía llegar la noticia de que tenía algo para él. Las viejas casas de Harrow albergaban tesoros de cuando en cuando, entre furgonetas llenos de libros casi invendibles que iban a parar primero a la tienda y luego a los negocios de trastos viejos y a los mohosos almacenes de caridad diseminados por todo el norte de Londres.
Rob empujó la puerta, y sonó una campanilla, y volvió a sonar en una parte de la tienda que no se veía desde la entrada. La sala de exposición, como la llamaba Raymond, estaba dividida por rampas de muebles que iban a dar a unas callejas sombrías, y era difícil saber si había alguien más en el local. No entraba mucha luz natural, y las lámparas que en teoría estaban en venta lucían aquí y allá sobre escritorios y aparadores. La sensación de secretismo y seguridad se veía eclipsada por un pueril sentimiento de incomodidad. Al fondo había una pared llena de libros que Rob había hojeado a veces, sobrecubiertas rasgadas, trapos de color pardo, posibilidades oscuras, el parpadeo cauto de una excitación ahogada, las más de las veces, en el tufo del polvo y la falta de uso. El oro de los libros era como una droga, una promesa de gozo preñada de una especie de pesar adivinado de antemano. En los sueños se encaramaba en unas estanterías como aquellas, y flotaba entre ejemplares de ediciones importantes e indefinibles que nunca existieron y se escondían unos con otros en colores apagados y tímidos, viejos tonos de verdes y de ocres y de amarillos desvaídos. Prototipos no desarrollados de libros, en la novela de Woolf de la que sólo se imprimió un ejemplar, la desconocida Compton-Burnett con su título incesantemente cambiante: Ayudadores y entorpecedores, Una casa y su caballo, Amigo y fraude. Cruzó el local.
—¿Raymond?
—Hola, ¿Rob? —Se oía el sonido del teclado—. Estoy contigo dentro de un segundo. —Raymond y su ordenador vivían juntos en una suerte de intensa codependencia, como si compartieran un cerebro, y su memoria indiscriminada y arcana se guardaba en el disco duro y crecía constantemente dentro de él. El propio Raymond era vasto, de un modo alegremente retador. Rob no tenía la menor idea de cómo sería su vida fuera de los confines de la tienda—. Acabó de subir a la red algo para ti.
—Oh, ¿sí?
—Te va a gustar.
—Mmm, ya veremos.
A un costado del local había un cubículo caótico que hacía las veces de oficina. Rob sonrió por encima del montón de papeles y cables enroscados y polvorientos a la cara redonda de Raymond, que brillaba a la luz de la pantalla. Brincó ligeramente sobre la silla del despacho y asintió con la cabeza. Su barba rojiza, larga y descuidada como la de un mártir, le caía por la camiseta tapándole a medias el eslogan de su página web «¡Poetas vivos! Houndvoice.com», que aparecía encima de una imagen increíblemente alegre de W. B. Yeats. Alzó la vista y asintió con la cabeza.
—Acabo de hacer Tennyson… ¿Quieres verlo?
En Houndvoice Raymond colgaba pequeños vídeos misteriosos de poetas muertos hacía mucho tiempo leyendo sus poemas, verdaderas grabaciones sonoras surgidas de la boca de fotografías animadas digitalmente. Estaba claro por los Comentarios que algunos espectadores creían que estaban viendo realmente a Alfred Noyes recitando «El bandolero», mientras que incluso aquellos que no se dejaban engañar parecían impresionados por la respiración de pez del poeta y por el aleteo rítmico de sus cejas.
—Sí, supongo —dijo Rob, rodeando la mesa mientras Raymond echaba hacia atrás la silla—. Son un poco siniestros, ¿no?
—¿Sí? —dijo Raymond, claramente complacido—. Sí. Supongo que a la gente le da un poco de miedo.
Rob pensaba que aquellos vídeos no eran ni remotamente convincentes, pero ello los hacía aún más inquietantes. La caída de mandíbula, como de maniquí, la blandura y disposición pastosa de los rasgos, eran como la prueba de otras imposturas: las fotos amañadas de sesiones anteriores, aún más espeluznantes y deprimentes para Rob que el pensamiento de una comunicación real con los muertos. Rob se reunía con sus amigos muertos en sueños ingeniosos y conmovedores, donde estos no aparecían en absoluto como bultos de materia parlante.
—Aquí tienes —dijo Raymond, maximizando la pantalla y subiendo el volumen.
La cabeza y los hombros distinguidos de Lord Tennyson llenaba la pantalla: hundido de mejillas, la coronilla alta, el pelo enmarañado y grasiento, la barba oscura y desgreñada y grisácea. La barba, al menos, era una bendición, pues cubría casi por completo la boca del poeta e impedía toda articulación macabra de los labios. Raymond apretó el botón de Play y, contra el fondo de una tormenta de siseos y del martillar veloz del cilindro, la resuelta y trémula voz del gran poeta dio comienzo a su habitual retahíla con «Ven al jardín, Maude». Rob siempre había considerado la grabación misteriosa en sí misma; siempre que la había oído en el pasado, el efecto era sucesivamente cómico y conmovedor e inspirador de un temor reverente. Vio que Raymond observaba cómo él miraba el vídeo, y sonrió débilmente, como si se reservara el juicio. La barba del bardo tembló como un animal en un seto, a medida que la célebre cara ejecutaba movimientos trituradores y masticadores repetitivos. Rob sintió que la mirada de los ojos del Tennyson más viejo y su aire de ansiedad casi beligerante le llamaban crítica, directamente a través de la vergüenza que se le estaba infligiendo a sus rasgos inferiores. El vídeo llegó a un brusco final, y el copyright de Raymond —no en la grabación ni en la imagen, sino en el espectáculo de marionetas que había armado con ellos— apareció sobre la cara congelada de Tennyson.
—Es casi increíble —dijo Rob—. Oír cómo un hombre lee un poema que escribió hace ciento cincuenta años.
—Sí… —dijo Raymond, viendo que aquello más bien esquivaba el asunto.
Rob se echó hacia atrás.
—Supongo que es lo más atrás a lo que puedes llegar, ¿no? —dijo, en busca de reafirmación—. Sin duda será la grabación más antigua que tienes de un poeta.
—Bueno, en rigor sí —dijo Raymond—, aunque por supuesto se pueden falsificar las voces, si uno quiere.
Miraba a Rob con aquella expresión —extraña en un hombre de edad madura— de adolescente que tienta su suerte.
—O, por el amor de Dios —dijo Rob.
—No, sería una birria, seguramente. —Raymond ocultó sus sentimientos con un cambio de tema en tono cordial—. Bien, ¿qué puedo hacer por ti, Rob?
Rob encogió los ojos.
—Dijiste que podías tener algo para mí…
—Oh, sí… Sí, claro.
Raymond hizo girar la silla y echó un vistazo a su despacho, como desconcertado; un instante de intriga para ocultar su entusiasmo. Se pasó los dedos por la barba mientras sus ojos recorrían las estanterías.
—Pensé que te vendría de perlas… A ver si puedo encontrarlo… Ah, ya sé: lo puse en el cajón travieso. —Se inclinó hacia delante y abrió el cajón de abajo de un archivador. En el cajón travieso guardaba las cosas que no quería que encontraran los menores de Harrow, cuando hurgaban aquí y allá por los rincones más ocultos del local. A veces la limpieza de una casa daba como resultado un buen montón de revistas de chicas, o incluso de varones musculosos, que en la actualidad habían llegado a ser artículos coleccionables en sí mismos. Raymond era un mero «negociante»; a ojos de Rob, parecía examinar un viejo Penthouse y un número de Physique Pictorial con el mismo desapego brusco. Sacó un libro encuadernado en piel roja, grueso, tamaño cuartilla; parecía, a primera vista, un diario o un manuscrito, con el lomo redondeado para que pudiera abrirse de parte a parte. Giró en la silla en sentido contrario, mientras sopesaba el libro en ambas manos, como si no quisiera soltarlo sin formular ciertas advertencias y poner ciertas condiciones.
—¿Qué sabes de un tal Harry Hewitt?
—Nada en absoluto.
Rob vio que el libro tenía un broche; tal vez era uno de esos diarios que pueden cerrarse. En la cubierta, bajo el pulgar de Raymond, se veía una H con relieve en oro.
—Pues… —Raymond asintió con la cabeza—. Un personaje muy interesante. Murió en los años sesenta. Un hombre de negocios, coleccionista de arte… Dejó algunas piezas al Victoria and Albert Museum. —Rob sacudió la cabeza, cortés—. Vivía ahí cerca, en Harrow Weald. En una gran casa llamada Mattocks, una especie de Arts & Crafts. No se casó nunca —dijo Raymond con sensatez.
—Me hago una idea.
—Vivía con su hermana, que murió a mediados de los años setenta. Después de eso Mattocks se convirtió en una residencia de ancianos, que cerró hace unos años. Taparon las ventanas con tablas; los chiquillos entraban…, un poco de vandalismo, nada demasiado grave. Ahora está pendiente de demolición.
—Y supongo que Hector se ha pasado por allí…
—No quedaba gran cosa.
—No, claro, con todos esos ancianos…
Raymond soltó un gruñido.
—Los ladrones ya se hicieron con las mejores vidrieras de colores. Hector consiguió traerse un par de chimeneas. Pero había una cámara acorazada en la que nadie había entrado hasta entonces, pero a Hector no se le resistió mucho tiempo. No había nada de valor dentro, al parecer, sólo papeles y cosas de los tiempos de Hewitt.
—Incluido lo que ahora tienes en la mano.
Raymond le pasó el libro, y al hacerlo el pasador de latón del cierre se abrió.
—Tuvimos que cortarlo, me temo.
—Oh…
A Rob le pareció un poco extraño que un hombre que podía abrir una cámara acorazada tuviera que serrar el pasador de un cierre. Era un bonito libro. La línea interior de la encuadernación era dorada, y los cantos de oro grueso, y las guardas estaban veteadas de mármol carmesí con uniones doradas, y la encuadernación era de Webster’s, «Proveedores oficiales de la reina Alejandra».
Rob hizo una mueca ante el destrozo en el libro, aparte de la merma ocasionada a su precio. Eran como un centenar de hojas densamente escritas con una tinta azul-negra grisácea; un secante de color malva marcaba hacia la mitad del libro dónde acababa la escritura.
—Échale un vistazo —dijo Raymond—. ¿Una taza de té?
E instaló a Rob, después de desplazar ruidosamente un armario, en una salita de estar improvisada, en la que había un diván, un aparador de cabecera y una lámpara de pie. Le sirvió el té en una taza de porcelana con un platillo. Más allá del armario, Rob alcanzó a oír a Raymond en el ordenador, y a intervalos música y charla.
Al principio Rob no estaba muy seguro de lo que leía. «27 de diciembre de 1911. Mi querido Harry… No puedo agradecerte lo bastante el gramófono, o el “Sheraton vertical”, ¡como se llama oficialmente! Es el mejor regalo que haya tenido nadie nunca, mi buen Harry. Tendrías que haber visto la cara de mi hermana cuando levantamos la tapa la primera vez… Fue memorable, Harry. Mi madre dice que es como sobrenatural tener a McCormack ¡cantando a pleno pulmón en su humilde salón! Tienes que venir pronto a escucharlo con tus propios oídos. Unas simples gracias no son suficientes para esto, mi querido Harry… Todo mi cariño del siempre tuyo… Hubert». La letra era pequeña, vigorosa y apretada. Debajo de una línea trazada con regla, empezaba de inmediato una nueva carta: «11 de enero de 1912. Mi querido Harry… Mil gracias por los libros. Sólo la encuadernación ya es soberbia, y Sheridan es uno de los mejores escritores, no hay duda. Mi madre dice que debemos leer las obras de teatro en alto, Harry. ¡Y quiere que hagas un papel en ellas! ¡Daphne también quiere disfrazarse! ¿Sabes?, Yo no soy nada buen actor, querido Harry. Te veremos mañana a las 7.30. La verdad es que eres demasiado amable con nosotros. Montones de cariño de Hubert».
Así pues, ¿era un libro de registro, copias guardadas por un agradecido Hubert? Parecía poco probable que se sintiera tan orgulloso de ellas. En cuyo caso serían cartas transcritas por su destinatario, también H., por supuesto, para inmortalizarlas, si es esa la palabra. Tantas de ellas eran cartas de agradecimiento que el conjunto parecía poco más que un canto a la vanidad. En efecto, imaginó a aquella acaudalada «vieja loca» escribiéndose cartas de agradecimiento a sí misma («“Mi querido Harry”, escribiría Harry…»). Rob fue pasando las hojas cada vez con menor expectación, y atento a los nombres propios que iban apareciendo… Harrow, Mattocks, Stanmore…, todos ellos provincianos en grado sumo; y luego Hamburgo, «… cuando vuelvas de Alemania, Harry», bueno, sabíamos que Harry era un hombre de negocios. Rob sorbió el té con el ceño fruncido. Hacía bastante frío en la tienda. «No te seré de gran ayuda en el bridge, Harry; ¡creo que sólo sabría jugar a “la Vieja doncella”!».
Rob dio un gran salto hacia delante en el libro, y empezó a ver que acontecía algo más en él; que además del fulgor de la gratitud había también una especie de lado de sombra. 4 de junio de 1913: «Mi querido Harry: Lo siento mucho, pero ya debes de saber que no soy una persona del tipo expresivo; no está en mi naturaleza, Harry». 14 de septiembre de 1913: «Harry, no pienses que soy un desagradecido; nadie ha tenido nunca un amigo mejor, pero me temo que rechazo, que me causan Disgusto las demostraciones de afecto físico entre hombres. Yo no soy así, Harry». De hecho, por supuesto, las dos manifestaciones aparecían a menudo juntas, gracias y no gracias. Quizá aquel libro de la vanidad era también un registro encubierto de la mortificación…, o del éxito: Rob no sabía cómo acabaría todo aquello. Trató de visualizar las muestras de afecto físico. ¿Cómo eran? Más que abrazos, y besos, quizá empezaron por una negligencia tensa y luego fueron haciéndose más insistentes y difíciles. Y en el ínterin los regalos se multiplicaron. Mayo de 1913: «La pistola ha llegado esta mañana; es absolutamente genial, Harry, querido». Octubre de 1913: «Harry, nunca te agradeceré lo bastante ese espléndido armario ropero. ¡Mis pobres trajes viejos tienen un aspecto bastante lastimoso en su nueva casa!». Y una extraña reflexión: «Las comodidades materiales importan, Harry, ¡digan lo que digan los teólogos!». Enero de 1914: «Mi buen Harry querido, el cochecito es una joya… He salido con Daphne a dar una vuelta en él…, ¡y hemos alcanzado los setenta y cinco kilómetros por hora varias veces! Daphne dice que el Straker es el mejor coche del mundo, y no me queda más remedio que estar de acuerdo con ella. Sólo un Wolseley grande pudo adelantarnos». ¿Hubo cierta insensibilización, cierto ánimo medio oculto de codicia, que llevó al pobre y desconcertado Hubert a dejarse corromper un poco por todas estas generosidades? Tal vez Harry, la vez siguiente, le regalaría un Wolseley. Para un hombre gay ardiente los recurrentes «viejo amigo» que salpicaban las cartas («Mi viejo amigo Harry», «Mi buen Harry querido», etc.), pese a su tono alegre, tal vez perdieron su impacto al cabo de un tiempo: «¡No puedo creer que cumplas treinta y siete mañana, Harry, viejo amigo!», en noviembre de 1912. Bien, era un objeto curioso. Raymond había tenido la perspicacia de verlo, y valía la pena gastarse algo de dinero en ello. Alguno de sus clientes de Garsaint probablemente pagaría por quedárselo: los coleccionistas de Vidas Gay, campo en el que se había especializado Rob. Y luego, claro está, estaba la fecha.
Siguió pasando las hojas, un tanto reacio ante la densidad exclamatoria de la escritura, de las palabras mismas. Había poco más después de finales de 1914; unas cuantas cartas de Francia, al parecer: BEF[23] Rouen; quizá eran cartas más sinceras, ahora que estaban tan lejos y que las perspectivas habían cambiado por completo. Había una del 5 de abril de 1917: «Mi buen Harry querido, una carta rápida ya que nos trasladan muy pronto y no sabemos adónde. Generalmente no nos avisan con tiempo. Hace un día maravilloso, de los que te hacen sentir muchas más ganas de vivir. Hemos tenido la misa pascual hoy, porque probablemente para Pascua ya nos habrán trasladado, y yo me he quedado luego para la comunión. Cuidarás de Hazel, ¿verdad, Harry, viejo amigo? Es una chica tan adorable y dulce; y también de mi madre y de Daphne. Buenas noches, Harry, y recibe el mayor cariño de Hubert». Después de esto, Harry había escrito: «Mi última carta para mi chico querido: FIN». Pero debajo, dentro de un recuadro dibujado con tinta, se leía una esquela:
HUBERT OWEN SAWLE
1.er Teniente «The Blues[24]».
Nacido el 15 de enero de 1891 en Stanmore, Middlesex
Muerto el 8 de abril de 1917 en Ivry
A la edad de 26 años
En el mostrador Raymond se pasaba los dedos por la barba.
—Ah, Rob… ¿Te interesa?
—Este Hubert Sawle… ¿tiene algún parentesco con G. F. Sawle y Madeleine Sawle?
—Muy bien, Rob… Sí… Hubert era hermano de G. F.
—No tenía ni idea.
—Hasta hoy…
Raymond dirigió un gesto de afirmación al libro.
—Y Daphne Sawle era su hermana. Ya ves, la semana pasada conocí a una mujer que era nieta de Daphne Sawle.
—Eso es…
—Me perdí un poco en su historia, hablando de la biografía de Cecil Valance, ya sabes. Me dijo que su abuela había escrito sus memorias. Me gustaría encontrar un ejemplar.
—No sé —dijo Raymond; y como esto era algo que no le gustaba decir, se reintegró enseguida al trabajo.
—Por supuesto la casa de Dos Acres estaba por aquí, ¿no?
—En Stanmore, sí.
—¿Queda algo de la casa?
Raymond escudriñó la pantalla, subiendo y bajando con el cursor, con la lengua en el labio.
—Fue demolida hace cinco o seis años. Bueno, estaba ya en ruinas. No, Rob, no hay nadie que se llame Sawle más que G. F. y Madeleine, que resulta que sé que era su mujer.
—¿Estás en Abebooks?
—G. F. editó las cartas de Valance, por supuesto.
—Exacto —dijo Rob, de nuevo con el fulgor íntimo de quien tiene contactos importantes, y el sentimiento protector de sus informaciones que preside cualquier pesquisa avanzada.
—Me da la impresión de que Daphne firmó con el apellido de Jacobs.
—Oh, sí…
Las manos grandes de Raymond describían movimientos vertiginosos sobre el teclado.
—Hoy está en el absoluto olvido, pero publicó aquel libro de memorias hará unos treinta años… Estaba casada con Dudley Valance, y luego con un artista llamado Revel Ralph.
—Eso es… Aquí está… Daphne Jacobs: Instrumentos de viento asirios. ¿Es esto?
—…
-Instrumentos de bronce en la Mesopotamia antigua.
—No creo que se remontara a tan atrás.
—Corpus Mesopotamianum… —Esto lo ralentizó un tanto—. Hay montones de obras de este tipo.
—Creo que su libro se titulaba La galería corta.
—De acuerdo. Vamos a ver… La galería corta: retratos de la vida. Ajá, siete ejemplares… Plymbridge Press, 1979, 212 páginas. Primera edición, 1 libra. ¡Aquí lo tienes!
Rob rodeó la mesa y miró por encima del hombro de Raymond.
—Desplázate hacia abajo un poco. —Surgieron las anomalías habituales—. Ejemplar en buen estado con sobrecubierta en buen estado: 2,5 libras. Antiguo ejemplar de biblioteca, sin contracubierta, manchas de humedad en la tapa trasera, algunos subrayados leves, 18 libras, con alguna charlatanería comercial: «Contiene retratos francos de escritores y artistas de renombre, como Huxley, Mary Gibbons, Lord Berners, reverendo Ralph y Compañía, y un relato sensacional sobre el romance adolescente con el poeta de la Primera Guerra Mundial Dudley Valance».
—¡Erróneo! —dijo Raymond—. ¿No?
—Me encanta el reverendo Ralph —dijo Rob—. Tiene gracia. «Dedicado por la autora “a Paul Bryant, 18 de abril de 1980”».
Con el libro venía un catálogo de dieciséis páginas, que Garsaint ofrecía a veces, de la exposición «Escenas y retratos» de Revel Ralph en la Michael Parkin Gallery, en 1984, con un prólogo póstumo de Daphne Jacobs —reconfortantemente sin firmar—, 25 libras.
El último ejemplar, de Delirium Books de Los Ángeles, flotaba en lo alto de un empíreo librero propio: «El ejemplar de Sir Dudley Valance, con su ex libris diseñado por Saint John Hall, estaba dedicado y firmado por el autor “A Dudley, de Duffel”, con numerosos comentarios y correcciones a lápiz y tinta de Dudley Valance. Estado del libro: bueno. Sobrecubierta, desperfectos en la parte superior del lomo, 1 cm reparado del desgarro en el reverso. En estuche de marroquinería roja».
—Escoge —dijo Raymond.
—Sí, lo haré —dijo Rob.
La descripción de Jennifer Ralph del libro como «bastante insulso» jugó en contra de su curiosidad, más indulgente. Por supuesto, ella debió de conocer a algunos de los personajes retratados en el libro, y ello constituía un dato importante.
—¿Y cuánto quieres por el Hewitt?
—¿Cien?
Rob levantó una ceja.
—Raymond…
—¿Has visto las cartas de Valance?
—¿Perdón?
Rob enarcó la otra ceja, y se ruborizó ligeramente.
—Oh, sí. —Y, recuperando el libro de las manos de Rob, Raymond le mostró que después de unas páginas en blanco del FINIS de la mitad del volumen había otra pequeña sección de cartas transcritas, y de un tono muy diferente—. Es donde la cosa se pone interesante, amigo Robson.
«Querido Hewitt», empezaba la primera carta, fechada en septiembre de 1913. Luego cambiaba a «Querido Harry» en la tercera, enviada desde Francia. Cinco cartas en total, la última fechada el 27 de junio de 1916, y firmada: «Tuyo siempre, Cecil».
—Me pregunto si han sido publicadas…
—Tendrás que comprobarlo.
—Apuesto a que no. —Rob les echó una ojeada tan rápidamente como se lo permitía la escritura. La idea de que Valance pudiera haber tenido también una aventura con Hewitt… No había indicios de ello, lo cual era en sí mismo sugerente—. ¿Y por qué las transcribe el viejo loco…? Me refiero a qué hizo con las originales.
—Ah, ya ves, no pensó en las necesidades de un librero del siglo XXI, un fallo muy común en el pasado.
—Gracias —dijo Rob, mirando más detenidamente la última carta.
Qué mala suerte que no pudieras ir a conocer a Stokes; creo que te habría gustado. Se me ocurrió enviarte los nuevos poemas antes de que nos atasquemos en el próximo gran espectáculo. Si todo va bien, te los mando mañana, después de haberles echado una última ojeada. Sólo debes verlos tú; entenderás que no son publicables mientras yo viva, ¡o viva Inglaterra! Stokes vio algunos, no todos. Uno de ellos se inspira, como verás, en nuestro último encuentro. Hazme saber que llegan bien y que están a salvo. Mi amor (¿es demasiado descarado?), a Elspeth, la estricta erudita.
Tuyo siempre,
Cecil
—Así que han vaciado por completo la casa, ¿no?
—Sacarán las últimas cosas esta semana.
—Ya. ¿Qué tipo de cosas?
Rob creyó ver que el rubor le ascendía a Raymond por detrás de la barba después de volverse y empezar a revolver su escritorio; una distracción, aunque al principio Rob pensó que estaba buscando más pruebas.
—Yo aún no he estado en ella. Creo que Debbie está allí ahora.
—Bien, ¿por qué no lo has dicho antes? —A ojos de Rob, la tarde lenta, el suave trance otoñal en la zona norte de Londres, el mohoso ultramundo de la tienda de Chadwick, eran como un señuelo, como una desastrosa pérdida de tiempo, como los sofocantes obstáculos y digresiones de cierto tipo de sueños.
—¿A qué distancia está la casa?
—¿Cómo vas?
En la calle, camino del colegio, había una parada de taxis que parecían listos para llevar a los alumnos a casa, o a alguna tienda, o al aeropuerto… Rob corrió hasta el primero, pero estaba vacío: el taxista, en el café de enfrente, se tomaba un té y un sándwich. Y el segundo taxista por nada del mundo le robaría el cliente a su colega; la tediosa ética profesional de los taxistas. Rob sintió que había algo desagradable en su propia urgencia, un atisbo de enojosos problemas… Se dirigió sonriendo con impaciencia hacia el café, y al cabo de un minuto el taxista le siguió hasta su vehículo.
—Es una casa que se llama Mattocks… Una antigua residencia de ancianos. ¿La conoce?
—Sí, la conocí —dijo el taxista, deleitándose en su propia ironía—. No hay mucho que ver allí ahora…
—Sí, lo sé.
—Cualquier día de estos va la máquina demoledora a echarla abajo.
Miró por el retrovisor cómo Rob se acomodaba en el asiento, mientras seguramente concebía alguna broma deprimente.
—Veamos si podemos llegar antes que ella —dijo Rob.
Se inclinó zalameramente hacia delante, y vio sus ojos y su nariz en el retrovisor, en una especie de aislamiento irreal.
Doblaron la esquina y enfilaron de nuevo hacia el norte, hacia los cruces más densamente congestionados de Harrow-on-the-Hill, y el taxista se mostró en extremo cortés con los peatones indecisos que querían cruzar la calzada, las furgonetas de reparto que daban marcha atrás y los automovilistas ansiosos que pretendían incorporarse desde calles laterales… Un tipo muy obsequioso. Luego, en las frondosas calles y avenidas residenciales del Weald, su cachaza vagamente sonriente (iba todo el tiempo reduciendo a tercera) sugería casi que no tenía la menor idea de adónde se dirigía. Empezó a bromear sobre algo que Rob parecía haberse perdido. Rob dijo «¿Perdón?», pero vio que el taxista estaba hablando por el móvil, lamentándose de algo con un amigo, riendo, aireando en voz alta una conversación en la que las necesidades de Rob parecían irse encogiendo más y más hasta verse reducidas al mero tictac efímero del taxímetro. Sobre las aceras, los altos castaños de Indias dejaban caer las hojas, y los robles empezaban a amarillear y a marchitarse. Muchos de los viejos caserones habían desaparecido, y en sus largos jardines se habían levantado nuevos edificios. Había un muro bajo con un remate en tejadillo, ya sin ningún enrejado, con una valla de tablas rota detrás.
—Un momento, Andy —dijo el taxista, y, mientras le tendía el cambio, despachó a Rob con una inclinación de cabeza amable, tenuemente sugeridora de que habían pasado un rato agradable juntos.
Rob dejó atrás los charcos negros de los surcos del camino de entrada. La casa estaba a unos cincuenta metros de la calle, pero su intimidad hacía mucho tiempo que se había esfumado: nuevos edificios se alzaban a ambos lados de los muros de la finca. Era uno de esos caserones de ladrillo rojo, quizá de la década de 1880, con gabletes y una torrecilla, con mucha madera y entejado, y habitaciones de la planta baja de techo muy alto, que costaría una fortuna amueblar y calentar, y que en los últimos tiempos (Rob los había visto por todos los barrios de Londres) se habían vuelto desapacibles y apenas habitables. Ahora había agujeros en los empinados tejados de pizarra, pequeños arbustos enraizados en los desagües. Franjas de musgo y verdín en los muros. Había un JCB estacionado bajo los árboles, y a su lado un Focus azul, presumiblemente de Debbie.
La puerta principal estaba cubierta con tablas, y Rob rodeó la casa hasta un costado. Olía a humo, punzante y tóxico, nada que ver con el olor grato de las hojas del otoño. El terreno era en declive, de forma que la veranda rota que flanqueaba el costado de la casa le llegaba a Rob a la altura del hombro. Luego estaba la torrecilla cilíndrica, y luego un muro alto de ladrillo con una puerta que daba a un patio mínimo: la entrada de servicio, que estaba abierta de par en par. Rob se deslizó hasta el interior a través de una trascocina oscura con enormes pilas de metal, una cocina sombría con varios fogones de gas, sillas rotas…; nada que mereciera la pena salvarse. El suelo estaba lleno de arenilla, y había un penetrante olor a humedad. Empujó una puerta cortafuegos y pasó a lo que en tiempos debió de ser el comedor, y volvió a percibir un olor a humo. Vio el cableado y los cajones de protección deplorables… La vieja mansión había sido demasiado desfigurada treinta años atrás para que un observador pudiera experimentar sensación alguna de asombro o descubrimiento. Orilló estos pensamientos. En el vestíbulo volvió a ver puertas cortafuegos que ocultaban las escaleras, pero la luz entraba por unas puertas dobles a una estancia situada en el lado del jardín. Oyó la voz de un niño, con un timbre despreocupado y cierto tono de determinación.
—¿Eres Debbie?
Fuera, en el césped, una maraña de arbustos pisoteados, una mujer de cara roja en tejanos y camiseta recogía cosas del suelo en torno a una hoguera sin llama y las arrojaba encima de ella: de algunas revistas viejas brotaban las llamas, y el papel encendido se rizaba hacia el exterior, vacilante, e instantes después se encogía y se apagaba.
—No te acerques mucho…
Un chico de seis o siete años, también de cara rubicunda, con su pequeño anorak, llevaba cosas a la hoguera: una caja de cartón, unos puñados de hierba y ramitas que caían hacia atrás, sobre sus pies, al arrojarlas.
Debbie no sabía quién era Rob, que vio en ella el freno de la curiosidad y una actitud provisional de responsabilidad por lo que estaba sucediendo.
—Me envía Raymond. Soy Rob.
—Oh, sí, muy bien —dijo Debbie—. Estaba a punto de llamarle por teléfono. Estamos casi terminando.
Rob miró la hoguera, que parecía densa y medio concluida, y aún con color en viejos tapetes (¿eran eso?), en los que el fuego había desistido ya, y en los bordes rosados de una cortina ennegrecida.
—¿Cuánto tiempo lleva encendida?
—¿Cuánto tiempo lleva, Jack? ¿Desde anteayer?
Pero el chico, al oír esto, corrió en busca de algo más que quemar. Rob disfrazó su ansiedad: cogió un palito del suelo, y empujó unos trocitos de madera sueltos para devolverlos a la fogata. Le asaltó la idea casi absurda de que pudiera haber objetos aún sin quemar en el fondo de la pira. Se imaginó sacándolos con un rastrillo y una excitación y determinación mayores que las que habían causado la quema; ya una historia en sí misma.
—Raymond me ha dicho que han vaciado ya la cámara acorazada.
Debbie vigilaba atentamente al niño.
—Sí, puedes echar eso, cariño…
El pequeño Jack, sin embargo, tenía su propios antojos y cambios de criterio.
—Esto lo voy a guardar, mamá.
—Bueno, muy bien… —dijo Debbie, dirigiendo una mirada a Rob: la pantomima de la paciencia—. Disculpe…, sí. —Rob percibió que Debbie no estaba ni a favor suyo ni en contra—. Lo sacamos todo el lunes… Sólo eran viejos papeles, libros de cuentas. —Encogía la nariz mientras asentía con la cabeza—. Cosas para tirar, sin utilidad alguna…
Rob se volvió y miró hacia la casa que se erguía a su espalda, con el tramo curvo de escaleras de piedra rotas por donde él había bajado al jardín, y por las que habría bajado un millar de veces en el pasado Harry Hewitt; la casa a la que su amado Hubert, antes de la Gran Guerra, y quizá de cuando en cuando, había llegado en su Straker, acompañado de su hermana Daphne, que le hacía de pantalla.
—¿Le importa si echo un vistazo?
—Adelante. Pero no hay electricidad. No va a poder ver mucho.
Le dijo dónde estaba la cámara acorazada: pasada la sala de la televisión, ¿no? Bueno, las funciones de cada pieza estaban confusas. Rob se preguntó si quería realmente entrar en la casa.
—¿Mamá? ¿Mamá?
Jack llevaba una cesta de mimbre en las manos levantadas.
—No, eso puedes quemarlo… ¡Dios, algunas de estas cosas son victorianas…! —dijo Debbie, con la primera mirada de connivencia humorística con Rob.
Jack tenía un montón de cosas para salvar de la quema, objetos que quería conservar a toda costa, y un segundo montón de cosas que iba a arrojar a la hoguera alegremente. A veces movía un objeto de un montón a otro, con la arbitrariedad propia del sino.
Entró por las puertaventanas al salón, en el que podía verse un gran agujero oscuro en la pared: tal vez una chimenea que Hector había rescatado. A través de la puerta de la izquierda pasó a la sala de la televisión, iluminada —como bajo el agua— por una pequeña ventana cubierta de zarzamora; más allá había un breve corredor, casi a oscuras, con una puerta pintada de blanco y abierta a la derecha, que dejaba a la vista la puerta negra de acero de la cámara acorazada, situada inmediatamente después. Estaba entreabierta, y la curiosidad de Rob, al asir la manija, la concitaba tanto la estancia secreta en sí misma como su contenido. Pensó que un coleccionista necesitaba una cámara como aquella, y Hewitt era tal vez un acaparador que sentía más placer en la posesión que en la exhibición de lo que poseía. Bien, la cámara había preservado el secreto bastante eficientemente, y durante noventa años. Se preguntó cuándo habría copiado las cartas: ¿cuando llegaban, cuando se sentía afligido; o mucho más tarde, en una búsqueda doliente de sentimientos perdidos? Con un cauto murmullo Rob adelantó el pie a través del umbral, aspiró el olor reinante, que a diferencia del resto de la casa era de madera seca. Luego recordó su móvil, lo abrió y enfocó la débil luz escrutadora hacia delante. El fondo era apenas de la largura de un brazo extendido; con estanterías de tablilla en tres de los lados, era como esos roperos en los que se instala la caldera de agua caliente y donde se seca la ropa. El suelo era de piedra, y había una bombilla en el techo. La luz del móvil fue declinando y acabó por apagarse. Volvió a encenderlo, y barrió con su luz el interior de la cámara, de parte a parte. Debbie no había dejado nada, salvo algo blanquecino en el suelo, bajo la estanterías de la izquierda: un trozo de periódico arrugado. Rob lo levantó, y vio que era una hoja del Daily Telegraph, y la desdobló. Era del 6 de noviembre de 1948. Cuando la luz volvió a apagarse, se quedó quieto durante un instante, desafiándose a sí mismo, en la casi oscuridad; experimentando el vacío y el eco rápidamente ahogado. Y salió de la cámara. Y, sin dejar de conjeturar sobre ella vagamente mientras volvía a la luminosidad relativa del salón, cayó en la cuenta por los pliegues ya rígidos de que aquella hoja del Telegraph se había utilizado para envolver algún objeto cuadrado, y que por lo tanto era un resto absolutamente aleatorio, sin el menor interés en sí mismo. Se lo llevó al jardín para quemarlo.
Ahora tenía lugar todo un espectáculo: ardían en la hoguera unas sillas rotas, cuya combustión producía un calor intenso y peligroso, entre sonoros estallidos de chispas y crujidos, y un torbellino de humo negro causado por un cojín de gomaespuma. El pequeño Jack estaba sobrecogido, a resguardo al lado de su madre, pero con una expresión de cálculo de las posibilidades de coraje que parecían desplegarse ante él.
—¿Ha encontrado algo? —dijo Debbie.
Por supuesto, el hecho de que Rob no hubiera encontrado nada decía mucho de la excelencia de Debbie. Mientras bajaba por el camino de entrada y llegaba a la calle desconocida, a Rob le vino a la cabeza que Valance, después de todo, nunca había enviado la carta prometida, la víspera de la Batalla del Somme. Si lo hubiera hecho, el cuidadoso y memorioso Hewitt sin duda la habría transcrito también. Y ahora Rob tenía que volver al centro: tenía una cita a las siete con…; por espacio de un instante no pudo recordar su nombre. Miró en su móvil el mensaje de texto, y sintió el olor del humo en las manos.